13 septiembre, 2008

Nacho Cerdá. Bordeando la muerte



Es una lástima que directores españoles como el que nos ocupa sean tan desconocidos para la gente de su propio país mientras que, de puertas afuera, consiguen alcanzar un cierto estatus que les permita que su obra sea exhibida en una mayor medida. Puede ser el resultado, una vez más, de la lamentablemente interesada política de distribución -y por ende, difusión- presente en España, algo que vistos los tiempos que corren no es de extrañar cuando, con sólo echar un vistazo a los carteles de los cines, uno se da cuenta de que en la inmensa mayoría de las películas que tras ellos se esconden no prima más que la facilidad, la inmediatez y la diversión, dejando a un lado propuestas sugerentes, inquietas y verdaderamente personales como las que aquí nos ocupan.

Ignacio (como inocentemente firmaba en su primer trabajo conocido, The awakening) o Nacho (como posteriormente quedó fijado, en paralelo a su maduración artística) Cerdá es un joven realizador catalán curtido en el mundo del cortometraje, formato donde realmente, y hasta el momento, ha causado suficiente impacto. Estudió periodismo y se marchó a EE.UU. a formarse en el mundo del cine a través de varios cursos, en el marco de los cuales realizó su mencionado primer corto, y desde entonces no ha parado de rodearse de un equipo técnico y artístico en gran medida internacional, en lo que viene a ser una muestra inequívoca de la poca confianza que tiene hacia el entramado cinematográfico patrio y sí hacia la particular sensibilidad que el público americano siente hacia el cine de género, sabedor de que sus radicales propuestas podrán hacerse hueco más fácilmente allí.

Goza de tan sólo cuatro obras en total (si no tenemos en cuenta su participación en el film coral europeo 99 euros, invisible en nuestro país, y su making of para la película El maquinista), y una quinta en eterna preparación. Las tres primeras son los trabajos cortos que conforman su denominada Trilogía de la muerte (recientemente editada en dvd por parte de Versus, en un pack realmente cuidado), compuesta por The awakening, Aftermath y Génesis, tríptico que desmenuza la muerte en sendas vertientes y auténtico (y justificado) impulso en su carrera al escaso terreno del largo, en el que de momento sólo ha realizado la inquietante Los abandonados a la espera de la terminación final de su misterioso documental Ataúdes de luz.

Pero, ¿qué aporta en realidad Nacho Cerdá al panorama del terror (inter)nacional? Sin duda una visión radical e igualmente personal, fresca y sin miedo a las cortapisas en el forjamiento de la creación, que apunta directamente al tema de la muerte y no duda en enfrentarse a ella de cara, abordándola desde prácticamente todos los ángulos posibles para así enriquecer su visión, y afrontándola con la suficiente entereza como para no dejar de mostrar todo cuanto su temible imaginación le sugiera. Su afán por el estudio de la naturaleza humana y el significado del instante final que a todos nos espera no se marca límites auto-censores, y eso es algo que sin duda le ha imposibilitado su salida adelante en circuitos que no fueran minoritarios, cuestión de sobra sabida por él mismo y que refuerza aún más la valentía que recorre su propuesta. Vayamos por partes.

El interior del triángulo escaleno que es la Trilogía de la muerte está claro y no hace falta más que echar la vista hacia tal nombramiento grupal para intuirlo; son justamente los antitéticos pero adyacentes lados de ese triángulo los que lo sostienen fijamente, conformando una extraña pero no menos armoniosa unidad, y reflejando la poderosa luz de sus vértices directamente en sus lados opuestos, reverberando su iluminación en el todo, que es la unión de la vida con la muerte y su irreversible impacto en el entorno.

Una simbología trigonométrica, la anterior, que se hace explícita en The awakening . Cuando un joven estudiante manosea y mira ensimismado en clase el billete de un dólar (que tiene impreso en él una pirámide con un ojo en su interior, que representan a Dios y a la Santísima Trinidad que lo envuelve), resuena en su interior una extraña voz que le transporta al sueño. Al despertar, encuentra todo lo que le rodea inmóvil, no sólo sus compañeros sino también el reloj de la clase que marca el tiempo; él no le dará importancia en principio, pero poco a poco su angustia irá creciendo, y será cuando vea a todos sus compañeros dirigiendo su mirada impenetrable e inamovible hacia él y se percate del dibujo con el símbolo anterior impreso en la pizarra (a la vez que le impactan brevemente distintos recuerdos de su vida), cuando tome consciencia de su propia muerte.

La captación del instante de la muerte desde un plano puramente espiritual es, pues, el objetivo de esta pequeña película. Dotada de un evidente tono amateur que no esconde sus defectos interpretativos, la narración, sin embargo, fluye sencilla y se acompaña de una cierta ambientación de opresión que se incrementa cada minuto (y en la que no tiene poco valor la música atmosférica ideada), desasogando al personaje ante la incomprensión que se le plantea. La falta de una cuidada producción, aquejada de su escasez de medios, no debe impedir ver la meritoria representación de un concepto, el del fallecimiento, sugerido como indoloro e introducido mediante el sueño. Cerdá detiene el tiempo para separar alma y cuerpo, nos sorprende primero ante el extrañamiento que supone la visión sin sentido del cuerpo ausente, despojado de su ser; y nos sobresalta después cuando ese ser independiente está ya carente de su físico y lo observa con resignación, al tiempo que nos sugiere un agradable adentramiento en un lugar paralelo, donde el reloj volverá a discurrir a su manera.

Todo lo contrario ocurre en Aftermath, cortometraje de culto internacional. En esta segunda parte, el director decide pasar a la acera contraria sabedor de que no generará poca polémica con su manera de cruzar la calle: la explicitud. Si The awakening se centraba en el aspecto más voluble -por invisible e incierto- de la existencia humana, Aftermath ensalza hasta límites casi insoportables el sentido físico, real, de la vida y horroriza a través de su más viable y sin embargo caduca muestra, el cuerpo. Rodado con la misma frialdad y alejamiento que impone la aséptica sala de autopsias donde se desarrolla, el grado de pulcritud y limpieza estética (a años luz de su antecesora), de depuración en definitiva, es encomiable en este trabajo; se aprecia un pormenorizado estudio de la planificación y la situación de la cámara, que logra extraer destellos de belleza de donde aparentemente debiera salir la repugnancia y la dificultad de mirar. Existe, en fin, un fiel distanciamiento formal que no entra en batalla con una moral de la mostración, mediante la cual Cerdá quiere, simplemente, captar la verdad del instante de la degradación de la carne, pues no es su intención dejar vacía esa tan importante y habitualmente invisible fosa; no puede permitírselo si quiere completar su círculo.

Es por eso el grado enfermizo posteriormente alcanzado, cuando uno de los forenses da rienda suelta a sus más libidinosas tentaciones con uno de los cadáveres, en una culminación de su extremada obstinación por la sangre y su envoltorio; porque la materia inane del cuerpo unido a una mente inexistente despoja a aquél de su cometido, quedando reducido a un sucio escombro en el interior del cual no se aloja nada más que horripilantes órganos desechos que son tratados como tales. Tan sensible material podría haber degenerado en el habitual subproducto underground que no busca otra cosa más que el morbo; nada más lejos de la realidad: un refinado y rebuscado sentido artístico ahonda entre las imágenes, sin ningún conato de sensacionalismo, logrando Cerdá encontrar por momentos la sensación de gravedad buscada cuando inspira los fotogramas con el Réquiem de Mozart. Su ceremonia de la muerte da paso a la asunción del vacío que tras sí deja ésta.

Y es que Génesis (nominado al Goya y ganador de Sitges en el 98) cierra el círculo a la perfección. Primeramente, el espíritu; después, la carne; y por último, el poso. La pesadumbre y eterna tristeza que le queda a un mal afortunado escultor que pierde a su amada en un terrible accidente de tráfico. Aprovechando su condición de esa clase de artista tan perfeccionista que conlleva esa dedicación, intenta construir una figura a imagen y semejanza de su añorada pérdida; como resultado, obtiene una bella escultura, tan bella que habrá de pagar un caro tributo a la propia naturaleza.

Sin una fotografía tan bien adherida al momento, ensoñadora y honradora de la mujer así como oscurecedora y apocalíptica del hombre, en tanto cuerpos como almas; sin una ambientación tan misteriosa, que sabe tornarse terrorífica cuando así debe hacerlo, auspiciando la transmutación mutua; sin una música tan bella que refuerza aún más el componente nostálgico y desesperado del film; sin unas interpretaciones que se saben limitadas pero que sin embargo saben aprovechar sus registros gestuales para transmitir desarraigo y pena; sin todo ello solamente quedaría el intento de trascendencia. Con todo lo anterior y sumándole una idea del amor frustrado en vida, de la eterna e insoportable soledad del ser, de la reencarnación del alma en cuerpo y del cuerpo en alma en imposible unión de ambos, y de la permanentemente frustrada búsqueda de la completitud humana, se consigue apuntar directamente a las raíces de la belleza, cerrando con un marco que bien podría ser el de un pintor romántico.

Habrían de pasar ochos años y un proyecto empezado de por medio e inacabado aún para que Cerdá se lanzase a dirigir una película de larga duración. Con una producción a varias banderas, Julio Ruiz, mandamás de Filmax, le ayudó en gran medida a producir Los abandonados , donde vuelve a contar, así mismo, con un equipo eminentemente internacional. De tal sinergia de fuerzas no podía surgir algo primorosamente personal, y el propio Nacho es autoconsciente de tal premisa (por otro lado ineludible en la industria toda vez que te ves inmiscuido en el interior de su mecanismo cuadriculado) cuando se pone tras las cámaras en esta historia de fantasmas de familia rusa venidos del más acá.

No obstante, consigue exprimirle su justo jugo. Entroncando temáticamente con su trilogía, el realizador aborda aquí una advertencia clara: remover un pasado oscuro puede hacer removerse a la propia historia. Así, jugando a la metáfora fantasmal de un par de hermanos desconocidos que vuelven a donde nacieron y fueron abandonados para conocer sobre su propio origen, nos brinda una de terror un tanto convencional por los consabidos sustos y efectos de turno, no exenta de cierto estancamiento en la progresión narrativa (quizás como causa de haber arrastrado los particulares ritmos del formato corto), pero envolviéndola en una forma muy notable, que se adhiere directamente al terreno de la mugre y la carroña, del chasquido y el espanto, de la molesta permanente amenaza, sabedora la protagonista de su inminente fatalidad. Una producción lograda que permite recrear ambientes siniestros como sólo Cerdá ya daba indicios de saber hacer: angulando la cámara en posiciones temiblemente subjetivas y amenzadoras, ahuyentando al espectador su mirada de tal calvario atmosférico.

Así pues, tras esta nueva muestra de posibilidad mortuoria que tanto parece gustarle, en esta ocasión aquélla que nos guía por la peligrosa senda en espiral de la degeneración racional, que conduce directamente al precipicio de la (in)voluntaria inexistencia, llegamos al final del camino trazado por Nacho Cerdá. Un camino espinoso, por el que más vale andar mirando siempre con suficiente perspectiva, la misma que habremos de tener cuando contemplemos su próxima Ataúdes de luz, con la que intentará la improbable ceguera: levantar de su tumba al cineasta Sergio del Monte, personaje extraño por definición, asesinado en los años 70 a los pocos días de rodaje de la película de ese mismo nombre con la que ahora se estrena la de Cerdá, afanado en propagar la misma cegadora luz que éste cuando quiso revolucionar la imagen en movimiento y en efecto lo consiguió causando la muerte cerebral a sus productores tras el visionado de los primeros y aparentemente desaparecidos rollos de la película. La muerte de la imagen cinematográfica, física-fílmica en contraposición a su atávico impacto en el espectador, a estudio. La muerte, cercada.

En exclusiva para El zoom erótico de http://www.vadecine.es (Roberto García-Ochoa)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me habeis dejado flipado... ahora tendré que investigar quién es realmente este Nacho. Saludos y felicidades por este impresionante análisis.

Anónimo dijo...

Buen artículo, camarada.

Anónimo dijo...

Gracias a ambos por los comentarios. Especialmente a ti, Bango; espero que te vaya muy bien, compañero.

Un saludo,

Roberto.

Anónimo dijo...

Yo conocí a Nacho Cerdá en la pasada edición de Sitges, presentó Brigadoon y proyectó y explicó su corto Aftermath. Aunque sea algo de mal gusto y una exaltación de la necrofilia en toda su explicitación, la verdad es que está brillantemente dirigido y fotografiado y que su talento es innegable.