30 marzo, 2011

Esqueletos en el armario



En la aparente calma de la vida diaria todos escondemos algo debajo de la alfombra, algo monstruoso y grotesco que tenemos encadenado bajo siete llaves y que nos avergüenza enseñar a las visitas. David Lynch fue el gran poeta de los deforme ya fuera con punch directo como "El hombre Elefante" como con la sutileza de ese jardín de rosas por el cual camára se va adentrando para descubrir un ejambre de insectos devorando una oreja.

A día de hoy no se sabe muy bien aún, o tal vez si, quien ha dirigido Poltergeist (1982).

Para la posteridad en los titulos de crédito figura Tob Hooper, pero todos sospechamos que fue Spielberg el que tomó las riendas del proyecto. El film comienza con la fanfarria del himno americano, este es un dato importante, con el monumento de los soldados en Iwo Jima en rayos catódicos, en una típica y apacible urbanización de mediados de los 80, como la que aparecía en muchas de las amblinadas de entonces, la América de Reagen habitada por personas normales a las que les van a pasar cosas extraordinarias.

Esas fuerzas exteriores que raptaban al crío en "Encuentros en la tercera fase" aquí son almas descarnadas que entran en nuestro mundo a través del televisor, objeto mágico al que millones de personas se asomaban todos los días, la identificación con el espectador es total. La irrupción de los sobrenatural en la vida cotidiana en forma de sillas que se mueven, es magistral y progresiva, muy en plan "Oye, si estamos bien que más dará que las sillas se amontonen solas encima de la mesa".

El drama estalla cuando la niña es raptada por estas fuerzas hacia otra dimensión y la unidad familiar se resquebraja, en su tramo central el film no escatima ñoñeces y sentimentalismo a raudales, hasta que parece que termina...En una pequeña e inquietante secuencia anterior del film, vemos como la conocida valla de madera "made in Spielberg" que a través de un travelling nos va a enseñar que donde planean construir una cocina ahora hay un cementerio...."Solo son gente normal".

Si algo es inherente a la cultura américana es su capacidad para dejar cadaveres enterrados atrás y edificar su aparente felicidad encima, la audacia de hacer flotar esos cadaveres en una piscina, reales según la rumorología, o surgiendo en un ataúd en medio de la cocina, es una de las mayores bofetadas al american way of life por parte de uno de sus hijos que se ha criado a la luz de un televisor.

By Valek

28 marzo, 2011

Cine grande, cine pequeño



I don't know the key to success, but the key to failure is trying to please everybody.
Bill Cosby

Un poco de aventura, que ganen los buenos, por supuesto, siempre con algo de superación personal por el camino. Romance, una relación no puede faltar, da igual que hablemos de un espía. Si hablamos de comedias es importante que a las dos terceras partes haya un punto de inflexión, un ex-novio o algo que ayude al protagonista a superarse a si mismo. Siempre puede ser ese archienemigo, no puede faltar un archienemigo, y acción. Una persecución en coche, o una corriendo con la cámara al hombro, que ahora mola. Un par de explosiones, efectos especiales. La chica que esté buena… Ya está. Acabamos de hacer una película con un poco de lo que le gusta a todo el mundo… ¿Que puede fallar?

Nunca pensé que un día de mi vida usaría una frase de Bill Cosby como ejemplo de algo, pero si algo me parece su frase, es esclarecedora. Primero porque representa uno de los males endémicos de muchos aspectos de la sociedad, incluido el cine, y extrapolable a demasiadas disciplinas. Aumentar el público potencial como recurso para maximizar beneficios o minimizar riesgos. Alguno puede llegar a pensar que el cine no sufre esto, porque la mayoría de blockbusters tienen un público definido, los jóvenes, pero al final el error es el mismo, porque intentan agradar a todos los jóvenes sin distinción.

El cine grande es para minorías. Quizá esto choque mucho con algunas de mis ideas anteriores sobre la formación de grupúsculos cerrados de cinefilia, pero al final es más una causa que no un efecto. Es difícil que películas que no se plantean como objetivo el gustar a todo el mundo, acaben gustando a todo el mundo. Aunque curiosamente, las películas que quieren gustar a todo el mundo, no acaban gustando a nadie, o no lo suficiente como para convertirse en cine grande.

Sigo pensando que la calidad no debe depender nunca de los objetivos sino de los resultados, pero sospecho que los directores con cierto grado de megalomanía parten con ventaja. Pensar en lo que uno quiere contar por encima de lo que los demás opinen es un primer paso para crecer y hacer cine grande. Pienso en Malick, Fincher, Gondry, Kubrick, Tarantino o en mi megalómano favorito P.T. Anderson y veo películas sin concesiones en muchos casos. Narrativa que sigue su camino y genera sus propias reglas si hace falta, sin pensar nunca en regalar nada a la audiencia o dar facilidades porque si al final la cosa está bien hecha, todo cae por su propio peso. Y Magnolia me parece un gran ejemplo sobre esto.

No creo que Magnolia haga prácticamente ninguna concesión a la audiencia excepto, con peros incluso, el pequeñísimo gesto final, y aún así podría decir que está plenamente justificado dentro de las reglas de narración que plantea la película. Magnolia es cine grande por muchísimos más detalles que la duración o el elenco de actores con mucho caché, Magnolia es cine grande porque deja que la narración fluya por donde debe para que las piezas del puzzle que plantea encajen acompañado, claro está, por una virtud técnica excelente.


In this life, it's not what you hope for, it's not what you deserve - it's what you take!

Podría escribir hojas y hojas sobre Magnolia, pero me reservo mis palabras para un texto posterior en mejores condiciones.

Es un gran defecto del espectador esperar que le cuenten las historias que quieren oír, pero uno de los pasos necesarios para evolucionar es empezar a escuchar las historias que se cuentan por encima de lo que uno espera… Eso sí, siempre siendo exigente...

Pedro Pérez (aka Findor)

11 marzo, 2011

Cine e hiperconsumismo


Leo esta respuesta en carta del crítico Jonathan Rosenbaum a Nataša Ďuricová, recogida en el imprescindible libro“Mutaciones del cine contemporáneo”:
“Los que dirigen el mercado están convencidos de que somos muy diferentes entre nosotros, principalmente porque, en teoría, necesitamos campañas publicitarias muy distintas. La verdad es que soy más que escéptico al respecto. Lo terrible es que, de alguna forma, estamos dejando que la gente que idea las campañas publicitarias nos diga quienes somos; algo que, normalmente, significa también quiénes no se supone que debemos ser”.
Esta lectura fue consecutiva al ensayo de Gilles Lipovetsky, “La felicidad paradójica” donde se habla de la tercera etapa de la era del consumo, aquella que ha dejado atrás la fabricación en línea y el consumismo que buscaba aparentar un cierto nivel económico, para crear una nueva necesidad: la de consumo en sí mismo, sin más fin que el acto de consumir y acaparar, sin que el objeto de consumo sea considerado un fin en sí mismo. A esta sociedad que Lipovetsky denomina de “hiperconsumo” se llega potenciando el acto en sí de consumir, de convertir el centro comercial en un lugar de peregrinaje y la compra en un elemento sanador. Hemos pasado, pues, de comprar movidos por la envidia a consumir en pos del hedonismo. Lo relevante no es la utilidad de lo que se compra sino la compra en sí.

Aquí es donde saco la conclusión de que esa reconversión del centro comercial en templo sagrado arrastra consigo a los cines. Todos hemos visto como los pequeños cines de las zonas viejas de nuestras ciudades han sido sustituidos por monumentales multicines 3D, de asientos vibratorios, pantallas gigantes y precios escandalosos. Cada cine es un nuevo Vaticano y cada sala del cine podría albergar la faz de Dios. De hecho, ya lo hacen, o presumen de hacerlo. Es, hasta cierto punto, comprensible: un mecanismo de defensa a la creciente demanda doméstica y a la ya presente oferta en streaming, cada vez más potente y definitiva.

Sin embargo, la cita de Rosenbaum trae a primera plana algunos problemas del cine actual. No hace falta más que repasar mentalmente la cantidad de sagas, licencias y remakes que inundan un mercado cada vez más inseguro. Si la primera etapa del consumo que define Lipovetsky crea la imagen corporativa, el nombre o marca que es síntoma de calidad y que se extiende gracias a la producción masiva, se puede decir que el cine encuentra en las franquicias un modo de asegurar su propia marca. En otros tiempos pudo haber sido el rostro de un actor, un productor o (en momentos más felices) el nombre de un director lo que asegurase la recaudación de un público entregado. Hoy la gente no tiene ningún interés en saber quién se esconde detrás de la cámara mientras que los que se encuentran delante son carnaza de prensa rosa y escándalos desmitificadores. Lo que vende es el título, ni siquiera la historia. Vende un nombre conocido, un juguete, una secuela, una adaptación.

El hiperconsumista no necesita informarse de la película, prescinde de ello. El hiperconsumista lo quiere ahora, lo quiere sin que le interese realmente que es, sin preocuparse de su calidad y, a ser posible, lo quiere gratis. El hiperconsumista de Lipovetsky ve el consumo como una terapia y por tanto, el objeto de consumo se convierte en un derecho, algo así como la salud pública. Discos duros de equis terabytes se llenan y llenan, acumulándose sin que nadie repare en su relevancia. Cuanto más acceso tenemos al cine más irrelevante es; cuantas más películas poseemos, una sola de ellas se vuelve insignificante. Todo esto nos lleva a seguir consumiendo, a tragar sin masticar, a esperar un empacho de cine que nos viene siempre anunciado como nuevo, mejor, definitivo o insuperable. Cada acontecimiento cinematográfico es un éxtasis privado que, de tanta periodicidad, pierde su significación. La cantidad no nos deja apreciar la calidad. Ya no importa: solo consumimos sin preguntarnos que nos dan, sin cerrar la boca a la espera del siguiente bocado. Lipovetsky lo resume con estas palabras: “Para su desgracia, el hiperconsumidor se apoya tanto en sus emociones que éstas no acaban nunca de ser satisfechas, y la experiencia de la decepción asoma y amenaza a distintas capas de la sociedad”. Dejamos que la industria – la gente de la que menos nos deberíamos fiar en estos aspectos – nos dicte y nos filtre que debemos ver, que es lo que será tendencia, que es significativo en nuestras vidas.

A Rosenbaum – a través de Pablo Muñoz – le debo descubrir una película que no venía en ninguna marquesina ni precedida de ninguna fanfarria: la elegantísima “Soldado de papel” de Aleksei German. Cada vez quiero huir más de los teasers, los trailers, los adelantos de los teasers, las descripciones de trailers exclusivos vistos en la Comic Con de San Diego a través de un cam subido a youtube. Cada vez quiero encerrarme más en mi habitación, alejado del mundo, y ver una película como si fuese la primera (o última) vez, como un acto secreto y perverso, una pequeña intimidad. Aún acudo a un cine, dada la proximidad de este a mi casa, cuando mi tiempo libre me lo permite y no veo mal dejarme un respiro colándome allí donde no me han dicho que hay un gran evento. En las fiestas más anticipadas, las mejores risas están en la cocina de la parte de atrás.

(En la imagen que abre el artículo: La fachada del cine cine Byrd, de Richmond, Virginia, donde actualmente reside Rosenbaum)

by Henrique Lage