17 enero, 2008

Cine y política: El mito del viaje temporal. TRANCO III (FINAL)


Por su parte, Raza (1941, José Luis Saenz de Heredia) supone en lo político una revisión/perversión histórica con las mismas ínfulas de inmortalidad emanada de la representación que antes mencionábamos, tanto como lo puede suponer el western clásico y sus pretensiones de distorsión hacia los nativoamericanos: vemos en el libelo fascista una galería simbólica altamente maniquea, que emplea la columna vertebral de una familia fragmentada por la ideología en el contexto de la Guerra Civil Española: de esta forma, el protagonista, José Churruca (Alfredo Mayo), y su hermano Pedro, aparecen como polarizados símbolos de las dos causas en contienda, el primero de los cuales incluso descenderá al abismo de la muerte y resucitará cual héroe tocado por la gracia divina, sacralizado, homologado por la propia experiencia mortal, impregnada de obvias resonancias crísticas. No es casual que mencionemos esta película, por cuanto contiene en sí la demostración de que la “máquina temporal” inaugurada por el cinematógrafo está dotada de un carácter reversible: años después de su estreno, a propósito de la promesa del Plan Marshall, el régimen decidió remontar el filme bajo el nuevo título de “El espíritu de una raza”, suprimiendo todos los indicios que relacionaban el posicionamiento nacionalista español con el nacionalsocialismo alemán. De esta forma, la censura del propio censor (que ya existiera en el mismo proceso de adaptación del texto original de Francisco Franco, donde el cuñado del protagonista se suicidaba por cobardía, y que por ser esta una postura radicalmente anticristiana sería convertido para el texto fílmico en eufemística contricción del personaje) ocasiona una paradoja o fractura de la continuidad ideológica, que también lo es temporal, resolviendo una moldeabilidad tal que era capaz de restituir una distorsión del tiempo mítico en cada una de las subsiguientes proyecciones. Nos encontramos por tanto ante un soporte que industrialmente suscita permutaciones que acercan su producto a la visión borgesiana del laberinto, porque aunque incluso la literatura sacra, presunta palabra divina, ha sido objeto de cambios y añadidos en el propio texto (con uno de los ejemplos más contundentes y paradójicos en el Eclesiastés de la Biblia cristiana), en ningún caso la modificación textual ha concluido con el rechazo sin matices a toda una posición ideológica, la negación de la misma coyuntura que posibilitó su existencia. De ahí que Duch insista en que “el buen uso de la palabra” está estrechamente relacionado con “el buen uso del poder”, y abogue por una cierta ecologización de su uso, por una administración justa de los lenguajes mítico y lógico, que trasladarían el entramado social a un grado definitivo de concordia.

La abstracción que supone este ejercicio tiene en ocasiones plasmación directa en argumentos cinematográficos concretos: en El final de la cuenta atrás (The Final Count-down, Don Taylor, 1980), un portaaviones de la marina estadounidense se traslada en el tiempo a través de una extraña tormenta al día exacto del ataque japonés a Pearl Harbour, un sueño hecho realidad para todo patriota yanki, dado el potencial que supondría la capacidad de cambiar la historia. Tras algunos avatares desencadenados desde el asombro por el extraño suceso hasta el momento culminante, en que la “discordia de Babel” cantada por Borges se convierte en protagonista en una escena en que de las traducciones idiomáticas depende la vida de una persona, la tesis de la película, bastante esquemática e identificable con el mero panfleto, alude no obstante en su conclusión a la conjetura hawkingsiana de la protección cronológica, resumiendo la función de la armada americana capitaneada por Kirk Douglas al mero turismo (similar al de los personajes de El experimento Filadelfia –The Philadelphia experiment, Stewart Raffill, 1984-, con fecha de estreno próxima al anterior filme), al hacerlos volver al momento presente sin haber tenido ocasión de alterar el decurso de la historia. En este sentido, y a modo de coda reflexiva, apuntaremos que resulta interesante comprobar que las ficciones inspiradas en tiempos futuros suelen establecer escenarios más proclives a la disensión, al posicionamiento antitotalitario y deconstructivo (véanse clásicos como Metrópolis, Blade Runner, Cuando el destino nos alcance, El dormilón, El planeta de los simios o las recientes Matrix, V de Vendetta e Hijos de los hombres), mientras que aquellas que focalizan su atención en acontecimientos pasados, tienden al mensaje de la nostalgia, de la inmutabilidad de los hechos, o lo que es lo mismo, a la reiteración de lo establecido, a la negación del relativismo que posibilita la progresión (incluso la distopía generada en el peculiar fotomontaje La Jetée (1962) de Chris Marker, ulteriormente versionada por Gilliam con 12 Monos (1995), en su intento por cambiar el curso de los acontecimientos futuros desde el pasado, hace también uso de la teoría de la protección cronológica, adjuntándola al mito del eterno retorno, en un aterrador callejón sin salida cuyo itinerario lleva indefectiblemente de nuevo a la entrada). Al fin y al cabo la ciencia ficción y los espacios futuristas son terreno abonado para la crítica social desde el logos, dado que representan géneros derivados de ejercicios prospectivos que requieren de un bagaje cultural histórico, sociológico y político de indudable rigor. Una escala de significación que transita desde el logos al mythos, por tanto, pero un mythos no falsario, sino legitimado por la misma lógica que rige los verdaderos sístoles y diástoles de la Historia.

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