16 enero, 2008

Cine y política: El mito del viaje temporal. TRANCO II



Debido a sus básicas y fascinadoras propiedades de extrañamiento y alienación, el cine constituye un arma de potencia incalculable en su empleo con intereses propagandísticos. Su probada capacidad para revisar la historia y extraer conclusiones equívocas o sesgadas en función de técnicas de afección irracional, emotiva, implica que de su empleo emanan los mismos parámetros de definición ontológica presentes en el discurso mítico. El caso del cine ratifica constantemente la “teoría del héroe” formulada por Thormas Carlyle, en la construcción de personajes principales superiores a la media, capaces de continuar adelante donde otros desfallecerían de pánico. De esta forma, el género mítico por excelencia, el Western clásico, actualiza la exaltación del pasado glorioso a la par que instituye el falso agravio de los nativoamericanos hacia los colonos, ambos recursos tópicos que garantizan la adhesión incondicional de grandes masas de población. El propio acto de la proyección presenta características netamente religiosas: un grupo de gente que asiste al altar de la representación, que ocurre en medio de una completa oscuridad (antaño incluso el telón cubría celosamente la pantalla hasta que las luces se habían apagado, salvaguardando su carácter “sagrado”). El discurso cinematográfico cuenta, pues, con la capacidad de reinventar el pasado para explicar un presente desde la falsedad, y sus cualidades de reproducción constante apuntan a la misma táctica ritual de puesta en escena propia del tiempo mítico.

A su vez, la necesidad de perpetuar este tiempo mítico a través de esta reiteración ritual entronca directamente con el sueño del hombre por modificar el presente viajando al pasado: de esta forma, el recuerdo puntual del hecho simbólico a través de la mimesis, equivale a distorsionar el presente en un ejercicio de traslación fáctica que se opone a la evolución lógica de las relaciones causa-efecto. Puede hablarse por tanto del mito del viaje en el tiempo como una tendencia directamente relacionada con el mythos de los discursos político y religioso, y por tanto radicalmente antilógica en su intento de desvirtuación de la realidad sin trascendencia de la linealidad temporal. De este modo, los magnates del cine, en su mayoría de ascendencia judía, descubren el valor de los silencios y su responsabilidad como silenciadores, al recapitular constantemente el horror nazi mientras, al no representarlos, legitiman los desmanes igualmente crueles e injustificados del gobierno israelí (o al menos, niegan su condena), con honrosísimas excepciones, como la representada por ese monumento a la coherencia que supone Munich (2005, Steven Spielberg). En definitiva, en una apropiada frase del citado Steiner, “el lenguaje es el instrumento privilegiado gracias al cual el hombre se niega a aceptar el mundo tal como es”. El lenguaje es por tanto un instrumento de subversión y reciclaje constante, de no aceptación de la realidad, lo que convertiría por tanto las actitudes inmovilistas en “subversiones a la subversión”, un retrofractal teórico más cercano a doctrinas anarquistas que al propio socialismo.

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