03 diciembre, 2007

CHARLOT Y CHAPLIN:EL NIÑO-HOMBRE Y EL HOMBRE-NIÑO




Antes de que la mafia se hiciera con el control de la producción industrial de mitos, existió un tiempo en que estos aparecían por pura necesidad de los sistemas sociales, casi como surgen las revoluciones. El primer mito propiamente cinematográfico en aparecer fue (como siempre son los mitos, quieran o no hacerlo evidente) no una persona, sino un personaje: Charlot. A su aparición era el primer hombre real que proyectaban los cinematógrafos, empeñados hasta entonces en la absurda creencia de que el cine sólo podía ser arte si convertía las grandes obras literarias en melodramas con malos y buenos de cartón piedra. La poética del cine surge del referente literario, pero también de la comedia muda, del trastazo, del circo, del espectáculo infantil. ¿Quién no desea ser un niño, reírse como un niño, disfrazarse, golpear, jugar impunemente, como un niño? Charlot lo consiguió en sus películas, y desde su carácter de creador, Chaplin también. Pero algo debe quedar meridianamente claro: Charlot no es Chaplin. Salta a la vista, con sólo revisar la biografía del genio, que él era un hombre que quería ser niño. Y quizá como medida terapéutica autoimpuesta, creó a Charlot, un niño que quería ser hombre.

Un rápido repaso a la filmografía del personaje y a la biografía de su creador explicará esta oposición de caracteres con más elocuencia: una filmografía y una biografía en franca coherencia con el tiempo en que transcurren, debido a lo cual resulta inevitable la división en tres etapas especialmente emblemáticas del siglo XX: los años veinte y los posteriores a la crisis del 29: la década de los 30 y de los 40.

Charlot nace al largometraje quizá con la vuelta de tuerca más compleja a su personaje: “El chico” (The Kid, 1921). También acaban de nacer los años veinte, y con ellos la especulación optimista y el insolidario desenfreno festivo de Grandes Gatsbys. Pero Chaplin es un burgués que odia a los burgueses, porque comprende que no hay nadie mejor a quien odiar que a uno mismo. Quizá se siente un traidor. De ahí su filiación a los marginados, de ahí su apego a los niños huérfanos, los seres más indefensos de la naturaleza. Tras experimentar el amargo trago de la muerte de su hijo al poco de nacer, Chaplin descubrió al niño Jackie Coogan, y encontró en él a una especie de alter-ego en quien depositar su afecto paternal frustrado. Así nace su primer largometraje: como una disección implacable de su momento vital, es el retrato de un niño que cuida a otro niño. Porque la convivencia de Charlot con el huérfano al que encuentra por accidente sólo tiene un patrón de conducta: el padre adoptivo permite al niño hacer todo lo que un niño permitiría a otro. Esta relación de franca igualdad se opone frontalmente a la opinión que Chaplin y Charlot tienen de la ley: sus agentes, más que personas, son ruedas pertenecientes a un engranaje que no responde a razones. Cuando el vagabundo encuentra al niño y el policía lo culpa del abandono, no intenta siquiera explicarle el malentendido: sabe que sus decisiones, aún basadas en el error, son inapelables. Más adelante descubriremos otras ruedas del engranaje del sistema, igualmente definitivas en la historia: los dickensianos agentes del orfanato, que intentan arrebatarle a su hijo por el capricho de la adinerada y ridícula madre biológica que lo abandonó en un paroxismo de melodrama (de nuevo la parodia literaria, la configuración en imagen cómica de aquello que en palabras resulta augusto). La paradoja y la crítica son aquí patentes: el mismo sistema que le ha obligado a adoptar a un niño pretende arrebatárselo cuando la relación entre ambos se haya consolidada. La mezcla insólita de drama (literatura) y comedia (circo, vodevil, cine) en tan ajustada proporción se da aquí por primera vez en la historia del cine, pero este cóctel genérico no es casual, porque en esta película el mundo infantil se opone y trenza al adulto como la comedia al drama. No hay más que recordar la secuencia que establece paralelismos entre la pelea de los niños y la de los adultos. Charlot descubrirá el mundo exterior al microcosmos de su vecindad debido a la irrupción del mundo adulto, y una vez derrotado en su deseo más íntimo sólo le quedará disfrazar la realidad de cielo cursi plagado de ángeles.

Este temor al mundo adulto es también el principio del comportamiento de Charlot en “La quimera del oro” (The Gold Rush, 1925). Tras ser emboscado en una trampa perpetrada por la joven actriz de la película (Lita Grey) y su madre, el director hubo de casarse con ella y sustituirla en la ficción por otra. De nuevo Chaplin, el hombre, quiere volver a ser aquel niño huérfano que en su día quiso ser adulto para poder controlar su propia vida, y aún adaptando del original literario de Jack London con distintivos propios de comedia, le sale una película sobre el desengaño en la que Charlot, el niño, busca la madurez a través del oro prometido de Alaska para terminar encontrándose en un mundo de clima inhóspito, hombres gigantescos y mujeres insensibles, donde el canibalismo es una opción, el asesinato una costumbre y se da la bienvenida al año nuevo con disparos de revólver. En semejante infierno, el hombrecillo indefenso es un inadaptado: la mujer a quien ama juega con él sin remordimientos y se mofa de su inocencia con otras mujerzuelas, y a nadie le importa la poética pureza de la nieve, sino el implacable valor económico del oro que esconde. Por eso la película se cierra con optimismo, en un final en que el oro y el amor conviven sin incongruencias: Chaplin sabe que, de no ocurrir en la ficción, no ocurrirá de otro modo. No son la época ni el lugar adecuado.

En su siguiente largometraje, “El circo” (1928), Charlot se aleja de la literatura, y es significativo que destile su estilo cada vez más fílmico a través de la representación de un espectáculo como el circense. De nuevo en la confrontación de Charlot contra el mundo vuelve a oponerse la infancia a la madurez, en un duelo metahumorístico no exento de cierta hipocresía: humor espontáneo (niñez, comicidad, circo) contra humor meditado (madurez, seriedad, literaturización). En la cinta, la cualidad cómica de Charlot es descubierta accidentalmente por el severo dueño de un circo en cuya pista el hombrecillo irrumpe acosado (una vez más) por la persecución policial. Convencido de su futuro en el espectáculo, el dueño decidirá someterlo a una prueba de ingreso en su negocio. Pero este examen, articulado en torno a diversos gags tópicos e iniciado con un absurdamente imperativo “¡haz gracia!”, no dará los resultados esperados en un Charlot cuyo humor radica única y puramente en su inocencia. Precisamente lo que ocurre en las bambalinas de la prueba (la confusión de sillas entre Charlot y el irascible dueño del circo) será más humorístico que la prueba misma. Sin duda esta sensación de objetivismo humorístico, como apuntábamos antes, no salva la hipocresía inmanente a toda ironía metaficcional, pero mantiene intacta la brillantez con que aquí se nos habla de la decepción del espectador natural del circo (el niño) al presenciar la paradoja que supone el humor como negocio: el dueño malvado, la bailarina hambrienta, los payasos tristes. La presión neurótica del que tiene que ser gracioso. El adulto, en su ambición desmedida por controlar, somete incluso la sonrisa de un niño a su particular tiranía del dinero. Y Charlot es engañado como un niño desvalido, utilizado, domado por el domador de leones, como lo fue Chaplin por Lita Grey y su augusta madre: el dueño lo contrata como utillero sabiendo que, por menos dinero, su torpeza natural derivará inevitablemente en el espectáculo que todos desean ver. Pero aún le queda otro sapo que tragar: la bailarina de la que se encuentra enamorado ama a su vez al nuevo equilibrista (con esa voluntad endogámica de los siempre itinerantes). Por eso Charlot ríe cuando el funambulista está a punto de caer desde lo alto. Ríe la inminencia de la desgracia como un niño cruel insatisfecho en su deseo, y se duele de que esta no suceda... y lo mejor de todo es que consigue que nosotros riamos con él, que odiemos con él, como en Monsieur Verdoux conseguirá que matemos con él.

“Luces de ciudad” (City Lights, 1931) será su última película en la primera de las dos etapas en que hemos dividido nuestra clasificación, y que culminan con la muerte definitiva de Charlot (que no de Chaplin, insistimos). Ha ocurrido ya la crisis del 29, y los Estados Unidos se hayan sumidos en las consecuencias de sus propios excesos. En esta dependencia del exceso, el millonario suicida del film constituye el motor de la acción por cuanto de su situación etílica depende la aceptación o el desprecio hacia Charlot: ebrio, le regala un coche, le colma de atenciones y se constituye en deudor de su vida; sobrio lo hace ahuyentar de su casa como una enfermedad. Suele decirse que los niños y los borrachos poseen la verdad, y la sobriedad del caballero sólo puede interpretarse como la sublimación económico-esquizoide del carácter contradictorio de los adultos.

Pero no cesa aquí esta dualidad. También el propio Charlot, en su relación con la chica ciega que lo confunde con un caballero acaudalado, ha de dejar a un lado el niño y comportarse como un adulto, intentando disfrazar la realidad a una inocente empleando la fabulación y el trabajo, “literaturizando” su vida en la asunción de cuentacuentos, como décadas más tarde, aprendida la lección, haría Benigni en su “La vida es bella”. No deja de ser un presupuesto pesimista el identificar ceguera con inocencia, y sin duda dice mucho de lo que a partir de ahora serán los valores a explotar en la filmografía de Chaplin. La contradicción de esta doble vida de niño-adulto dará con los huesos de Charlot en la cárcel cuando, al intentar impedir el robo en casa del millonario, este recupere la consciencia y lo acuse, obligándole a escapar (una vez más de una policía que no atiende a razones) con el dinero y ofrecerlo a su amada invidente para que recupere la vista y contemple por fin las luces de la ciudad, aunque sea sin él.

Existe ya cierta amargura en el final de “Luces de ciudad”, porque en una época como esta ya no hay cabida para finales felices, para el engaño. De ahora en adelante, los films de Charlot no serán los de siempre, sino los de un Charlot que agoniza entre crisis económicas, bélicas y cinematográficas (la irrupción del sonoro). Porque si bien Chaplin nunca se había mostrado indolente ante la insalvable paradoja clasista en la llamada “sociedad de las oportunidades”, a partir de ahora su cine será progresivamente más oscuro, ácido y duro que nunca: el niño se muere. Y la pesadilla kafkiana del siglo XX comenzará con “Tiempos modernos” (Modern Times, 1936).

Woody Allen nace de “Tiempos modernos” en “Bananas”, aplastado por una maquinaria avasalladora de musculación inapropiada para su débil cuerpo, y se desarrolla en su posterior filmografía convirtiendo este mecanicismo inflexible en presión social, y su cansancio en neurosis. Resulta significativo que el mejor cineasta humorista de los últimos 35 años sea precisamente un niño que no ha sabido crecer. Porque eso, y no otra cosa, es Charlot en “Tiempos modernos”.

La película comienza con una crítica decidida al modelo taylorista de producción, desde una perspectiva cercana a (aprendida de) obras literarias previas sobre futuros distópicos, como el “1984” de Orwell o “Un mundo feliz” de Huxley: Charlot es un obrero anónimo en un sistema sin margen a la improvisación, que con sus dos manos ha de apretar sendas tuercas por plancha metálica que desfila ante sus ojos (rentabilidad inhumana de la morfología humana). El asfixiante carácter serial, lineal de su trabajo, anula todo pensamiento ajeno al sistema, de modo que un molesto abejorro puede provocar un paro decisivo en la producción. Incluso la “hora del bocata”, el único posible resquicio de libertad, está prevista por este mecanicismo destructivo en una máquina que, sin embargo, no prevé la humanidad del comensal. El carácter espantosamente alienante de su trabajo, obliga psicológicamente a Charlot a estallar en una crisis nerviosa que arrasa con todo y con todos, que destruye máquinas, que aprieta tuercas que no existen, que embadurna de aceite a los impecables directivos de la empresa. El hombre industrial, un ser tan útil para todos que resulta inútil para sí mismo, encuentra su catarsis en el comportamiento infantil, en lo imprevisto, en lo no programado.

Al ser expulsado de la fábrica, descubrimos con Charlot un mundo aún peor de lo que ya imaginábamos: la oposición ideológica lo domina todo. Ser adulto salva y condena al mismo tiempo. Incluso la chica (Paulette Godard), una huérfana adicta a los plátanos, ostenta un aspecto más resabiado y sexual de lo que venía siendo habitual en las actrices de Chaplin. Será en ella en quien encuentre la estabilidad emocional que busca, y formarán una pareja que se desmarca esencialmente de los crudos acontecimientos de su entorno. Juntos aprovecharán cualquier oportunidad para disfrutar de lo poco que queda de inocente en el mundo en que viven (como la juguetería de los grandes almacenes en que Charlot entra a trabajar como vigilante), y en una choza medio derruida harán planes de futuro como jugando “a las casitas” entre máquinas y revoluciones.

El ambiguo final de “Tiempos modernos” no hace sino ratificar la complejidad que ya se apuntaba en “Luces de ciudad”. La película concluye con el vagabundo y la huérfana encaminándose al horizonte, felices... pero perseguidos. Charlot va ahora acompañado, pero con alguien que arrastra tras de sí las iras del propio sistema. Ya no podrá nunca más dar una patada al destino, como hacía en sus anteriores películas. Ha madurado a un precio muy alto. Es la hora de morir.

Puede considerarse “El gran dictador” (The Great Dictator, 1940) como un cierre estrictamente consecuente al personaje de Charlot: en primer lugar, porque Chaplin supo ver que el vagabundo no debía envejecer (no hay nada más incoherente que un mito viejo); en segundo lugar, porque sabía que cuando Charlot hablara, dejaría de ser Charlot. Y así fue. Tanto, que al término de la película el vagabundo adopta otra personalidad, la del poderoso Hynkel, para proferir un mensaje de paz en el mismo tono agresivo que utilizaba el beligerante tirano.

La película parte del cimiento común a las últimas películas de Charlot: vagabundo inocente (aquí debido a su amnesia) enfrentado a un mundo en un aterrador proceso de cambio (el ascenso de los fascismos). Pero pronto comprobamos que aquí no hay adultos y niños, no hay responsables e irresponsables: en sus servicios a la patria en la Primera Guerra Mundial, Charlot, fiel a sí mismo, se rebela como un redomado torpe, y uno de sus superiores le espeta un severo “¡Esto no es un juego!”. Pero sólo bastarán unos minutos de metraje para conocer los bastidores de las guerras, las decisiones de los grandes gobernantes, y dudar de la veracidad de esta afirmación: en realidad todo el mundo juega, solo que a juegos distintos. Hynkel juega con su esfera planetaria a ser soberano del mundo, a investirse César con una túnica, y contra Napoloni a disputarse territorios como niños enrabietados. Mientras tanto, el “doble” vagabundo que regresa del hospital al mundo real, sufrirá el escandaloso oprobio de la discriminación (el hecho de que los dos sean exactamente iguales es una de las más contundentes ironías de la película). Los agentes nazis, “niños matones” del patio de recreo (los policías más aterradores del cine de Chaplin por cuanto tienen de amoral) dejan poco margen para jugar a aquellos a quienes detestan. Pero lo verdaderamente terrorífico aquí es que, quien dictamina qué niños deben ser detestados, es el propio director del colegio. Se trata del relativismo en estado puro, que también afectaría a Chaplin al estreno de la película: los Estados Unidos, siempre tan seguros en sus creencias, cedieron sin embargo a las presiones nazis que decretaban no estrenar la cinta en Europa, dado que de hacerlo cerrarían el paso a cualquier película estadounidense, con el consiguiente desastre para la industria de Hollywood. Harto de la deshonestidad política, sin un asidero ideológico al que recurrir, Chaplin decidió matar a Charlot. Acaso no quería que su hijo siguiera creciendo en un mundo como aquel, quizá prefería seguir siendo un hombre en busca de su infancia perdida. Y lo mató del único modo en que podía hacerlo en aquellas circunstancias: convirtiéndolo y convirtiéndose en un asesino.

Tras la utopía de “El gran dictador”, “Monsieur Verdoux” se nos presenta como el canto definitivo al cinismo. Si los Estados han perdido sus principios, ¿por qué no puede perderlos el individuo? Si alguien que mata a cientos de personas en una guerra es condecorado, ¿por qué un asesino en serie es ejecutado? De esta brillante premisa parte la película que constituyó el funeral con velas (pero sin plañideras) de Charlot, sobre un metódico francés que, expulsado de su trabajo, decide montar por su cuenta un particular negocio de engatusamiento y asesinato de viudas acaudaladas. Lejanamente inspirada en los crímenes de Landrú, la película, como antes apuntábamos, nos invita a matar con el protagonista. A fin de cuentas (nunca mejor dicho) el dinero que consiga de sus gestiones será destinado al mantenimiento de su mujer paralítica y su angelical hijo, únicos soportes morales en la por lo demás amarga vida de Verdoux. He aquí al Chaplin protector de la infancia y del desvalimiento, el Chaplin que cuida de aquello que desearía ser, el Chaplin que, desencantado del giro de la historia (o tomando conciencia de lo que siempre ha sido) desea abiertamente, honestamente, hacer de la moral un servicio, y del medio un mero instrumento para obtener sus propios fines.

No hay maldad en el personaje de Verdoux: al final de la película se ejecuta a un inocente, y con él los pocos vestigios que ya podían quedar de Charlot: el último alejamiento del personaje en el horizonte se da en dirección al patíbulo, como fiel testimonio de la muerte definitiva del niño. Verdoux desea únicamente la muerte de las viudas por lo que le reportará económicamente, el odio no tiene cabida en sus actos. De hecho, una vez muertos su mujer y su hijo, y con ellos su propia inocencia, se entregará voluntariamente a la policía, porque ya no le queda nada. Tampoco a Chaplin le queda nada por hacer en los EE.UU., un país sumido en el disparate del macarthismo que, tras la proyección de esta película, lo expulsa por considerarlo “militante comunista”. Nadie entiende nada: una vez más, los ignorantes expulsan al genio.

Porque Chaplin fue y será ya por siempre el primer genio del cine. Alguien que supo ver que para ser original había que volver al origen, que para hacer cine había que volver a lo literario y reinterpretarlo, ser niño otra vez y para siempre. Aunque el niño sea, hoy por hoy, sólo una silueta vagabunda alejándose en el horizonte.

PRÓXIMAMENTE: Ahora sí, el Viernes 7 de Diciembre: Los cronocrímenes de Nacho Vigalondo, según Raúl Cerezo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Extraordinario post, camarada.

Anónimo dijo...

La Quimera del Oro... Eso sí que es oro cinematográfico. Junto con El Maquinista de la General, las dos mejores películas de cine mudo ¿?
Y si alguien sabe alguna igual de buena, ¡o mejor!, que hable ahora o se calle la boca.

Juanjo Iglesias dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Que grande es el cine gracias a Chaplin.

He de decir que tu artículo me ha llegado al alma, muy bueno. Y en completo acuerdo con usted.

Recomendare su blog en mi blog. Y en especial su articulo. Pásese por el mío si le place.

Algo hay tan evidente como la muerte y es la vida.
Charles Chaplin

http://blog.cine.com/mandos

Jordi Revert dijo...

El mejor post que he leido en mucho tiempo. Felicidades.