17 abril, 2008

Hayao Miyazaki: la épica de lo natural (III de IV)


A estas alturas ha quedado bastante clara la preferencia de Miyazaki por las protagonistas femeninas y en edad infantil por dos cosas; primero porque las niñas guardan en ellas la semilla de la procreación, y también porque sólo a través de la mirada de un niño Miyazaki puede desplegar todo el mundo mágico que alberga la naturaleza sin perjuicios, y con la potencia vital que sólo un niño puede tener. La siguiente película de Miyazaki es en este sentido muy elocuente.

Porque en El viaje de Chihiro (2001), a pesar de que la niña protagonista tiene un comportamiento inicialmente opuesto al de las hermanas de “Mi vecino Totoro” (a ella no le gusta nada el hecho de dejar la ciudad para vivir en el campo, en referencia a la infancia de nuestros tiempos, tan desarraigada de la naturaleza), demuestra más adelante tener el mismo poder de Mononoke, de relacionarse con dioses y bestias. También aquí los adultos quedan en segundo término: es el caso de los padres, que al principio del filme se convierten en cerdos al comer “comida de dioses” en un parque de atracciones abandonado (en un curioso paralelismo con el cuento de Pinocho, que se convertía en burro por fumar y beber en un entorno similar), y que a partir de ese momento se convertirán en la meta de Chihiro, que habrá de madurar sola para conseguir que todo vuelva a la normalidad.

En el extraño mundo al que llega Chihiro (cuyo acceso también nos remite al útero simbólico de Totoro), hombres y animales son uno sólo, y así no es difícil encontrar a un hombre con patas de arácnido, o a trabajadores con cara de sapo.

Con “La princesa Mononoke” (1997), Miyazaki elabora la que podría considerarse su aventura épica definitiva. En ella encontramos a un protagonista, el príncipe Ashitaka, que tras sacrificar a un demonio (según sus palabras “que viene de occidente”) para defender a su pueblo queda dañado por una maldición que le corroe por dentro y que no descansará hasta destruirle. Para evitarlo debe viajar a occidente siguiendo una pista. Allí conoce la sociedad de Lady Ebosy, una mujer que tiene como súbditos a todos aquellos menospreciados por las sociedades convencionales (prostitutas, leprosos) y a quienes da un trato preferente porque necesita su colaboración para conquistar el mundo; y por otra parte descubre el mundo natural, en el que se enamora de la princesa Mononoke, una adolescente criada por lobos. En breve entenderá que ambos mundos están en guerra, y que depende de la conciliación de los dos bandos que su maldición desaparezca.

Verdadero resumen mítico, o reconstrucción simbólica del conflicto hombre - naturaleza, La princesa Mononoke es una cinta en la que prácticamente cada personaje es el trasunto de un hecho abstracto que define la actual diatriba del hombre y su entorno. Así, el príncipe Ashitaka, corroído por el cáncer, es el hombre inocente, convertido en víctima del mal que sufre la naturaleza, el individuo estigmatizado por el comportamiento de otros (como asegura Mononoke: “dices que sufres una maldición. El mundo está maldito”). Asimismo las corporaciones que perjudican el medioambiente quedan representadas por Lady Ebosy, concepción perversa del matriarcado (sólo ella, como mujer, es capaz de aniquilar a los dioses), que mantiene una industria armamentística gracias a la destrucción del bosque: talando los árboles consigue debilitar el poder de los dioses, en palabras de la propia líder: “Cuando el bosque desparezca y no haya más lobos, esta será la tierra más próspera del mundo.”

El problema que aparece aquí en la relación hombre-naturaleza es la eterna externalización de la mirada del hombre con respecto a la naturaleza. No nos damos cuenta de que vivimos gracias a esta, que pertenecemos a ella, y que destruyéndola nos destruimos a nosotros mismos. El hombre, que ha creado a dios, juega a ser dios.

En esta suma de intenciones, el llamado Espíritu del Bosque se define como un compendio de consecuencias de ambas partes: por un lado, es la esencia misma de la naturaleza, simbolizada en una criatura con forma de alce y rostro humanoide. Por otro lado, al serle amputada la cabeza, se convierte en una especie de materia negra contaminante que lo arrasa todo a su paso, relacionándose con el espectro opuesto de esta lucha, la contaminación. El Espíritu del Bosque es por tanto un símbolo de los límites de lo natural, que al ser forzados al extremo acaban por romperse. La naturaleza en definitiva se representa como una madre que da la vida, pero que también la quita: un dios de la vida y de la muerte.

De ahí que sea necesario que el ser humano restaure el anterior estado de las cosas. Corresponde a él la responsabilidad de reparar el daño causado: cuando le van a devolver la cabeza al espíritu del bosque, Mononoke enuncia que ya es demasiado tarde, a lo que Ashitaka contesta: “Manos humanas deben devolverla”. Una vez que la naturaleza es contaminada por el hombre, se convierte en una enfermedad que se propaga. La responsabilidad del hombre en esta reintegración de lo natural es total...

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