16 abril, 2007

"Psicosis", o las distorsiones de lo atractivo. Proemio a modo de presentación.


Como bien sabrán, El Zoom Erótico no ha podido más que rendirse a la evidencia y aceptar mi augusto criterio en sus filas. Y como no podía ser de otra forma, mi proclamación como Apostol de esta Secta Santísima trae novedades. Si les soy sincero, el mundo del corto, desde un punto de vista crítico, me importa bien poco. No existen grandes cineastas que elaboren cortos (las películas corales no cuentan, ojo), en todo caso me parece un formato válido como laboratorio experimental, o sitio donde ensuciarse las manos para llegar a un futuro mejor. De ahí que sea yo quien inaugure la sección "Largometrajes" en El Zoom Erótico.

¿Preludiaban los cortos de Polanski a su genio creador? ¿Los mediometrajes de Kubrick al Doctor Honoris Causa del estilo cinematográfico? ¿Los minigags de Chaplin al torturado pensador del siglo XX? En absoluto. Háganme caso: el corto apesta. Así pues, a los detractores de mi opinión les dejo con sus peliculitas. En esta sección sólo hablaremos de peliculones.

Capítulo 1. El fundamento freudiano.
No es casual que para referirnos a formulaciones artísticas definitivas de la atracción y el deseo recurramos a Psicosis, de Alfred Hitchcock, la considerada primera película de horror moderno. Un género que, al igual que el western o el noir, dispone en los mejores casos un escenario que delimita una metáfora ontológica, una forma de aislamiento y resumen de la condición humana; una configuración de pulsiones, donde se suelen dar cita instintos tan atávicos como el sexual, y el temor a la muerte, a lo desconocido y a la depredación. Más aún si la cinta viene firmada, como es el caso, por el inventor y ecualizador del suspense, o lo que es lo mismo, del juego de tensiones que excita el interés de la audiencia por lo que ocurre en pantalla. De ahí que el autor inglés considerara las fuerzas eróticas de atracción una forma más de suspense, y como tales las tratara a lo largo de su filmografía.



En esta ocasión, el talento del inglés suplió la austeridad económica en la producción con un guión perfecto, sin fisuras, vertebrado en el protagonismo de personajes que ocultan secretos, no ya sólo en el caso más extremo de Norman Bates (una señora disecada en el sótano no es un ejemplo precisamente moderado de “secreto”), sino también en el resto de personajes que pueblan la película con su presencia más o menos exuberante: el jefe de Marion Crane esconde celosamente una botella de whisky en su despacho; la misma protagonista, empleada de total confianza durante diez años, sorprende a todos con su decisión de robar el dinero de un cliente, y se llega a sospechar incluso, ante el retraso de Arbogast, que el detective privado haya encontrado los cuarenta mil dólares del hurto y haya escapado con ellos.

Lo realmente interesante del ejercicio de Hitchcock es su capacidad para, no sólo no juzgar los actos reprochables de los personajes, sino también acercarlos a su público a un nivel de identificación plena en una patente voluntad transgresora: en la trama inicial del robo del dinero, es la chica pobre la que obtiene la conmiseración del público, porque nunca tendrá acceso al tipo de cosas que posee la hija del millonario con toda facilidad. La chica pobre ha de verse con su amante en un hotelucho porque no tiene dinero; amante que ha de pagar las deudas de su padre muerto y la pensión de una exmujer cuyo paradero desconoce. Con estas condiciones, Hitchcock descubre al espectador su propia vileza, porque aunque la mayoría de los espectadores que en 1960 ven esta película en la sala de proyección son de un entorno burgués medio-alto, nadie se plantea siquiera que lo ilícito de la conducta de la chica tenga algo que ver con la maldad. Hitchcock dota al mal de punto de vista, y de esta forma lo legitima por encima del propio deseo sexual, como veremos más adelante. De esta forma el espectador delinque a gusto, en estrecha sociedad con la protagonista, como lo hará más adelante, deseando con Norman Bates el hundimiento (interrumpido a conciencia) del coche con el cadáver de quien hasta la mitad de la película había sido la protagonista.



Esta voluntad transgresora se acentúa en el clima realista de la película, que en un crudo blanco y negro narra la cruda historia de amor frustrado entre una joven que diluye sus horas en una oficina posiblemente corrupta (la opción del detective privado en lugar de la intervención de la policía resulta sospechosa) y su novio, dueño de una ferretería de ambiente descascarillado. Esto resulta extraño en el cine de su autor, porque las historias de Hitchcock siguen un patrón más o menos inamovible: uno o varios personajes de nivel social medio-alto (con el que los espectadores puedan fácilmente identificarse) que parecen estar de vacaciones, o que viven en un mundo idílico, son conducidos a los infiernos de la condición humana, saliendo finalmente ilesos y ajusticiado el malhechor. Es esta excepción a la regla en Psicosis el que mueve al espectador a simpatizar con el comportamiento del personaje que, de ser retratado con la objetividad de los informativos, sería menospreciado por la misma sociedad correctamente constituida que le presta su apoyo incondicional en la oscuridad de la sala de cine.


La suspensión de lo oculto, de lo que no debe saberse, hace de Psicosis un retrato oscuro y sensual de América en lo particular, y de lo turbio y segmentado de las personas en lo universal. Hitchcock se cuida de ambientar todo el film con categorías semiológicas que definen esta temática: desde los mismos títulos de crédito iniciales de Saul Bass, divididos por una serie binaria de barras horizontales que entran en el encuadre (metáfora abstracta de la bifurcación de la identidad), hallamos una cinta pletórica de símbolos consecuentes con un discurso dualista, con su expresión más singular en los cuadros de las dependencias de Bates: el marco que oculta el agujero por el que Norman espía a las residentes de la habitación número uno, es el soporte de una pintura de estilo romántico, de dos sátiros acosando a una mujer desnuda (sin duda un presagio del crimen de la ducha), y hay dos cuadros de pájaros junto a la puerta del fatídico cuarto de baño, uno de los cuales caerá cuando Norman descubra a la chica muerta, en un paralelo derrumbamiento de una de sus dos identidades. Teniendo en cuenta que no podía ser otro que el propio Bates quien eligió la decoración de su motel, existe una clara vocación de humor negro, sólo patente en un segundo visionado, y debido a la cual Hitchcock insistía en que esta no era la película de horror que todos pretendían, sino una “gran comedia”, llena de momentos delirantes.


Este discurso dualista que mencionamos, se prorroga en ocasiones en la evolución última que confiere el contraste. Contraste de identidades hijo-madre, de sexos hombre-mujer, de dominación asesino-víctima. Aquí los elementos escenográficos tienen mucho que decir, hasta tal punto que existe una correspondencia entre estos y las actitudes humanas: así, la luminosa panorámica de la ciudad de Phoenix, cuyos edificios y complejas calles nos dan una idea de sociedad civilizada, concreta la situación de los dos amantes tras un embate sexual, en el cuartucho insalubre y oscuro, casi tercermundista, de un motel barato; el caserón tenebroso, gótico, vertical, pétreo, regentado por la madre, alzado en una loma que algo tiene de altar ritual (será siempre allí donde Norman realice sus transformaciones) se contrapone y domina, asimismo, a la estructura de madera, horizontal, recesiva, del motel, administrado por Bates, en una clara metáfora de dominación, y un retrato de lo que ocurre en el propio cerebro enfermo del ermitaño; a la entrada del detective en el caserón, vemos el inserto de una estatuilla dorada de Cupido con un arco preparado para disparar... pero este proyecta una sombra siniestra, que parece sostener en alto un cuchillo (¿el amor edípico de Bates y su reverso oscuro?); y cuando Arbogast sube las escaleras, Hitchcock, empleando una ironía de lo más negra, hace que se descubra la cabeza por primera vez en todo el metraje (ni en la tienda de Sam Loomis, ni en el motel de Norman Bates, ni en la cabina telefónica había prescindido de él), en señal de un respeto que se confunde con benevolencia, antes de que la patrona (mediante el medio expeditivo más ajeno posible al respeto) lo despache con bastante poca educación.


Pero quizá la manifestación más rotundamente sensual de este dualismo simbólico consista en el empleo de los espejos durante toda la película, espejos como forma de autoerotismo, como reflejo del yo que facilita la distorsión, la fantasía, la transformación. Como decía Borges, "Nos hemos acostumbrado a los espejos, pero hay algo de temible en esa duplicación visual de la realidad." Pocas localizaciones del filme prescinden de ellos: los hallamos en el piso de Marion, en la oficina la protagonista se mira en uno para maquillarse (para transformarse, para ser otra persona), en los urinarios del comercio de coches usados en que la protagonista extrae el dinero de su bolso, en el coche de la heroína frustrada (a través del espejo retrovisor la figura del policía se hace aún más temible), en la recepción del motel, en la habitación del motel asignada a Marion, en el cuarto de baño…

Finalmente, en la habitación de la señora Bates encontramos dos espejos (por cuyo doble reflejo Lyla Crane se sobresalta), mientras que la de Norman carece de ellos: el carácter posesivo de su madre hace que los dos espejos, trasunto de las dos identidades, se hallen en una misma habitación. Por ello el sobresalto de Lyla Crane augura su desgarrador grito cuando en las postrimerías del filme descubra la correspondencia simbólica de esos dos espejos en un Norman Bates "vestido para matar".

CONTINUARÁ...



by Juanjo Iglesias

2 comentarios:

La-Ruina dijo...

GRANDE (Juanjo).

Anónimo dijo...

Hitchcock dota al mal de punto de vista, y de esta forma lo legitima por encima del propio deseo sexual.

Telita...