13 mayo, 2008

EL RITMO MALDITO


Un sombrero, una cazadora de cuero y un látigo: así se visten los héroes de los años 30, 40 ó 50: Charlton Heston en El Secreto de los Incas, Humphrey Bogart en El Tesoro de Sierra Madre o Gary Cooper de Por quien doblan las campanas. Su atuendo los delata como aventureros colonialistas, levemente misóginos, intelectualmente dominantes. Integristas en su desprecio absoluto hacia la antropología, aunque sobre su rostro puedan sostenerse unas gafas, en sus hombros un traje y en su cuello, enredada como una soga patibular, una corbata; coartadas testimoniales de quienes dicen ser profesores universitarios en invierno y luego se dedican a asaltar tumbas en las colonias en verano, con la arqueología como pretexto inspirador.

Indiana Jones no solo hereda la vestimenta de los ídolos de juventud de George Lucas sino también su apostura, insolente y cínica. Desprecia la Historia y a quienes la juzgan, no así los objetos fantásticos que la definen. Sus intereses son tan oscuros como los de cualquiera de sus contrincantes, si bien éste suele tener al espectador como noble y cómplice aliado, y también a la chica de la película. Incluso si da gritos, serpiente en ristre, o se sabe una cantante de cabaret perdida en la selva, con un loco trotamundos como compañero de aventuras.

Las acciones de Indiana Jones las caracteriza el peligro y el peligro, en el Cine, tiene el apellido de Cliffhanger: una situación de máximo riesgo cuya resolución se postergaba una semana. Una suerte argumental, heredada de los seriales de entreguerras, que Spielberg evoluciona convirtiéndola en excusa para poder seguir disfrutando del resto de una película donde solo queda un horizonte previsible o banal, incluida la conclusión feliz de la historia. Lo que importa, entonces, no es que se consiga el objetivo prefijado, sino los acontecimientos que suceden hasta que cristaliza dicha conclusión, fundamentalmente si se resuelven dentro de los márgenes de la espectacularidad. Al menos así lo era hasta El Templo Maldito. Por cierto, la primera película de la Tetralogía que vi. También, la película que he visto más veces.

La crítica nunca la defendió de forma tan entusiasta como sí lo hizo con En busca del Arca Perdida o, incluso, con La última cruzada, si bien sobre esta última los críticos se dividieron en dos bandos: los nostálgicos (que ambicionaban tiempos pasados, siempre mejores) y los que no lo eran (que, pese a todo, advertían el fin de la fórmula). Ambos, en todo caso, subrayaban el carácter crepuscular de la historia. Hoy estamos viendo que exageraban. O que, al menos, subestimaban la naturaleza del marketing, siempre dispuesto a encontrar un hueco para otra secuela. Pero yo insisto: admiro notablemente El Templo Maldito a pesar de sus imperfecciones y de sus fallos de racord, incluso a pesar del pequeño Shortie, que ya es decir. Y siempre he pensado lo mismo: los que la subestiman son los que se lo pierden.

Le atribuían a Goldwyn una máxima que decía que una película debía comenzar con un terremoto y luego ir más allá. El Templo Maldito se sale de los márgenes: el protagonista huye del Shangai ocupado, perseguido por las deudas y los gángsteres, y va a parar a la India donde tras infiltrarse en la secta Thuggee, cuya naturaleza y formas se exageran convenientemente para la ocasión, consigue rescatar a una comuna de niños esclavos para regresar después, camino a Delhi, radiante y feliz con el tesoro que buscaba bajo el brazo. Claro que sus propósitos no son altruistas y que el antihéroe, a fuerza de querer serlo, se convierte en héroe y, por tanto, en antagonista de si mismo, incluso en niñera, es decir, en una parodia. Gracias a eso, también tiene sentido su carácter de superhombre, capaz de saltar de una avioneta en una zodiac y sobrevivir al intento. Y eso es solo el principio, porque ¿qué importancia tiene la verosimilitud en una historia cuya naturaleza la define la ausencia de límites?

Al contrario que En busca del Arca Perdida, donde el leitmotiv argumental (la búsqueda) importaba tanto o más que la consecución última del macguffin (el hallazgo), El Templo Maldito renuncia a cualquier idea de Macguffin para no desviar la atención de la masa. Ya no nos importan las motivaciones de los personajes, ni las disputas o duelos que las financian, ni la codiciada búsqueda de un arca o unas piedras mágicas o el mismísimo Santo Grial. Ni siquiera nos importa que se consiga el objetivo de marras, o que esta vez los malos no sean los nazis: no en vano, la película se desmarca de cualquier contexto reconocible en occidente. Porque en El Templo Maldito no importa la Búsqueda ni el Hallazgo sino el Ritmo. Esto por encima de todo lo demás.

En esta montaña rusa cinematográfica por excelencia, los propósitos de Indiana nunca están del todo claros. Representa la búsqueda y la huida, el interés por lo desconocido y el enfrentamiento contra quienes se oponen a sus propósitos, pero sobretodo, se representa a si mismo como un icono situando a su arquetipo más cerca del género caricaturesco que el de cualquiera de las películas aventureras de Howard Hawks o John Huston, incluso consintiendo su recreación autoparódica (cuestión constantemente asociada a Indiana Jones) o la constante eclosión de la sorna, rodeado de otros personajes que no son sino clichés del género (la chica rubia rescatada, el malvado líder de la secta, los peones despeñándose por el acantilado…), viviendo la aventura por la aventura, sin otra coartada emocional distinta a la evasión, todos lo saben, verdadero propósito de esta película.

Indiana Jones y El templo maldito es, pues, una concatenación de momentos imposibles, puro cine de entretenimiento; en realidad, es el cine espectáculo por antonomasia. Nunca igualado, ni siquiera imitado. Tampoco por Spielberg, que debió quedar agotado de tanta hipérbole multirreferencial, casi por hartazgo. No así su Cine, al que cubrió de ese aire tan siniestro que tan bien le hará a su filmografía durante las décadas posteriores, pues si El Arca Perdida es vitalista, El Templo Maldito es oscuro, cuasi tenebroso, a pesar de los insertos cómicos de Harrison Ford y Kate Capshaw(1). Aquí el descenso a los infiernos de Indy es más que evidente, sobretodo cuando se sabe desposeído de voluntad en aquella cueva maldita, merced de una voz interna que le revela su naturaleza más oscura, ese poder dual protagonista de (casi) todas las cintas de George Lucas, en un contexto repleto de antorchas, cánticos ceremoniales y sangre.

Indy deja de ser un aventurero, de pose heroica y codicia sin límite, para ser un mito. Y como mito se presenta en esta película, Indiana Jones y el Templo Maldito, la expresión máxima del ritmo y de su arquetipo; una película cuya excelsitud solo admiramos unos pocos. Esa es nuestra suerte.


© J. P. Bango


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(1) La química que desprende la relación entre los protagonistas lo es gracias al entusiasmo de Kate Capshaw, que nunca se había visto en una igual, y nunca se vería en otra, al menos delante de las cámaras, exiliada ad eternum –esas son cosas que solo propicia el amor y el conformismo- en su papel de madre de los hijos de Spielberg. También la imaginamos como brillante administradora de sus cuentas corrientes…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Para mí es y seguirá siendo la mejor. Ya puede estar muy bien la cuarta, que no creo que tenga todo lo que me gusta de la segunda.