26 mayo, 2008

SENSACIONES EMOCIONANTES, RECUERDOS EMOCIONALES


Pasando las 125.000 visitas, os adjuntamos un artículo de otro de nuestros más fieles colaboradores. De Indy, claro, pese a la decepción general con el truñaco que nos ha calzado Spielberg con su innecesaria cuatra entrega. Maldito Lucas.

Sólo será necesario escuchar de nuevo los grandiosos acordes del tema principal que John Williams ideó para la saga para empezar a comprender ante qué clase de espectáculo nos encontramos. Otra vez. Y serán cuatro.
Bastará volver a ver a Harrison Ford ataviado con su inconfundible sombrero y característico látigo para que se nos olviden de sopetón los 19 años pasados desde la última vez, y ciertamente nos importarán poco las arrugas, las cuales el Doctor Jones, si mantiene esa mordaz socarronería y lúdico cinismo habituales en él, sabrá disimular de manera similar a la mejor de sus escurridizas evasiones. Y nosotros lo gozaremos.
Emociones. Es lo que siempre me han deparado las aventuras de Indiana Jones, y lo que, espero, me siga ofreciendo esta cuarta entrega. Sensaciones de riesgo -figurado y ciertamente exagerado, sí, pero eso es precisamente lo que pide el cuerpo cuando uno se sitúa frente a héroes como éste- cuya mayor dificultad es lograr transmitirlo, cosa que no todos son capaces de hacer. Spielberg sí.
Porque el paso de los años proporciona sin duda una perspectiva diferente de las cosas, dota de una madurez que te hace mirar de manera cada vez más certera, más aproximada a la realidad, despojando así la absoluta despreocupación de la que, ¡ay, suerte!, goza un niño, gozaba un niño como yo. Pero los recuerdos permanecen imborrables, eso también es suerte. Y a mí, al hablar de este nuestro querido “correrías”, se me viene inevitablemente a la memoria el verle saltando de camión en camión peleándose contra los malos malísimos, dentro de una carrera frenética en busca del Arca Perdida; y si no, bien pronto me lo encuentro dentro de un ominoso Templo Maldito, haciéndome sufrir lo indecible creyendo que ya se había convertido al lado oscuro y que realmente estaba dispuesto a arrancar corazones -literal y figuradamente-; pero, por si acaso, siempre me queda la simpatía que irradia el verle junto a su bonachón padre partir rumbo al poniente, entonces sabedores todos que hay cosas mucho más importantes que el preciado Santo Grial, cerrándose así, verdaderamente, una secuencia de imágenes maravillosa.
Son recuerdos, todos ellos, que transportan a la niñez. Pero no sólo por el hecho de recordar en sí, sino porque suponen la constatación de una de las mejores y más elaboradas formas de disfrute jamás llevadas a la gran pantalla, aquéllas que sólo un niño sería capaz de vivir plenamente. Pero no, aquí da igual la edad. Y es justamente ahora cuando se entremezclan excelsos sentimientos pasados con auténticas emociones presentes, reales, actuales. Ése es el incendiario cóctel que causa esta explosión de felicidad de la que les vengo hablando.
Por todo ello, por esta clase de deleite desenfrenado y rebosante de adrenalina, que quiere desentenderse de cualquier forma de análisis y vivir únicamente de la emoción, no me pararé a enumerar las incontables virtudes cinematográficas que engrandecen y justifican más aún la recordada y mítica figura del aventurero. Porque ese niño grande que todos llevamos dentro ni siquiera desea saber quién es Harrison Ford; sólo sabe que Indiana Jones le causa admiración. No conoce a Steven Spielberg; sencillamente brinca de su asiento cuando éste le impresiona con esa fugaz y trepidante escapada. Tampoco es consciente de la magnitud de John Williams; sin embargo con el paso de los años seguirá silvando algo. Ni sabe de localizaciones o iluminación; tan sólo ansía acompañar a su héroe en medio de la selva, del desierto o dondequiera que lance su látigo, ya sea día o noche. Sólo de mayor, ya vuelto a la realidad desde los designios del cuento, será consciente del significado de una palabra. ÉPICA.

Roberto García-Ochoa Peces

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