11 marzo, 2011

Cine e hiperconsumismo


Leo esta respuesta en carta del crítico Jonathan Rosenbaum a Nataša Ďuricová, recogida en el imprescindible libro“Mutaciones del cine contemporáneo”:
“Los que dirigen el mercado están convencidos de que somos muy diferentes entre nosotros, principalmente porque, en teoría, necesitamos campañas publicitarias muy distintas. La verdad es que soy más que escéptico al respecto. Lo terrible es que, de alguna forma, estamos dejando que la gente que idea las campañas publicitarias nos diga quienes somos; algo que, normalmente, significa también quiénes no se supone que debemos ser”.
Esta lectura fue consecutiva al ensayo de Gilles Lipovetsky, “La felicidad paradójica” donde se habla de la tercera etapa de la era del consumo, aquella que ha dejado atrás la fabricación en línea y el consumismo que buscaba aparentar un cierto nivel económico, para crear una nueva necesidad: la de consumo en sí mismo, sin más fin que el acto de consumir y acaparar, sin que el objeto de consumo sea considerado un fin en sí mismo. A esta sociedad que Lipovetsky denomina de “hiperconsumo” se llega potenciando el acto en sí de consumir, de convertir el centro comercial en un lugar de peregrinaje y la compra en un elemento sanador. Hemos pasado, pues, de comprar movidos por la envidia a consumir en pos del hedonismo. Lo relevante no es la utilidad de lo que se compra sino la compra en sí.

Aquí es donde saco la conclusión de que esa reconversión del centro comercial en templo sagrado arrastra consigo a los cines. Todos hemos visto como los pequeños cines de las zonas viejas de nuestras ciudades han sido sustituidos por monumentales multicines 3D, de asientos vibratorios, pantallas gigantes y precios escandalosos. Cada cine es un nuevo Vaticano y cada sala del cine podría albergar la faz de Dios. De hecho, ya lo hacen, o presumen de hacerlo. Es, hasta cierto punto, comprensible: un mecanismo de defensa a la creciente demanda doméstica y a la ya presente oferta en streaming, cada vez más potente y definitiva.

Sin embargo, la cita de Rosenbaum trae a primera plana algunos problemas del cine actual. No hace falta más que repasar mentalmente la cantidad de sagas, licencias y remakes que inundan un mercado cada vez más inseguro. Si la primera etapa del consumo que define Lipovetsky crea la imagen corporativa, el nombre o marca que es síntoma de calidad y que se extiende gracias a la producción masiva, se puede decir que el cine encuentra en las franquicias un modo de asegurar su propia marca. En otros tiempos pudo haber sido el rostro de un actor, un productor o (en momentos más felices) el nombre de un director lo que asegurase la recaudación de un público entregado. Hoy la gente no tiene ningún interés en saber quién se esconde detrás de la cámara mientras que los que se encuentran delante son carnaza de prensa rosa y escándalos desmitificadores. Lo que vende es el título, ni siquiera la historia. Vende un nombre conocido, un juguete, una secuela, una adaptación.

El hiperconsumista no necesita informarse de la película, prescinde de ello. El hiperconsumista lo quiere ahora, lo quiere sin que le interese realmente que es, sin preocuparse de su calidad y, a ser posible, lo quiere gratis. El hiperconsumista de Lipovetsky ve el consumo como una terapia y por tanto, el objeto de consumo se convierte en un derecho, algo así como la salud pública. Discos duros de equis terabytes se llenan y llenan, acumulándose sin que nadie repare en su relevancia. Cuanto más acceso tenemos al cine más irrelevante es; cuantas más películas poseemos, una sola de ellas se vuelve insignificante. Todo esto nos lleva a seguir consumiendo, a tragar sin masticar, a esperar un empacho de cine que nos viene siempre anunciado como nuevo, mejor, definitivo o insuperable. Cada acontecimiento cinematográfico es un éxtasis privado que, de tanta periodicidad, pierde su significación. La cantidad no nos deja apreciar la calidad. Ya no importa: solo consumimos sin preguntarnos que nos dan, sin cerrar la boca a la espera del siguiente bocado. Lipovetsky lo resume con estas palabras: “Para su desgracia, el hiperconsumidor se apoya tanto en sus emociones que éstas no acaban nunca de ser satisfechas, y la experiencia de la decepción asoma y amenaza a distintas capas de la sociedad”. Dejamos que la industria – la gente de la que menos nos deberíamos fiar en estos aspectos – nos dicte y nos filtre que debemos ver, que es lo que será tendencia, que es significativo en nuestras vidas.

A Rosenbaum – a través de Pablo Muñoz – le debo descubrir una película que no venía en ninguna marquesina ni precedida de ninguna fanfarria: la elegantísima “Soldado de papel” de Aleksei German. Cada vez quiero huir más de los teasers, los trailers, los adelantos de los teasers, las descripciones de trailers exclusivos vistos en la Comic Con de San Diego a través de un cam subido a youtube. Cada vez quiero encerrarme más en mi habitación, alejado del mundo, y ver una película como si fuese la primera (o última) vez, como un acto secreto y perverso, una pequeña intimidad. Aún acudo a un cine, dada la proximidad de este a mi casa, cuando mi tiempo libre me lo permite y no veo mal dejarme un respiro colándome allí donde no me han dicho que hay un gran evento. En las fiestas más anticipadas, las mejores risas están en la cocina de la parte de atrás.

(En la imagen que abre el artículo: La fachada del cine cine Byrd, de Richmond, Virginia, donde actualmente reside Rosenbaum)

by Henrique Lage

1 comentario:

Findor dijo...

Y justo hace un rato veo un pseudoreportaje en AXN hablando de la gran salud del cine y las sagas como Harry Potter y Crepúsculo como ejemplo de ello... Porque el espectador es lo que pide...

Ah, la fina ironía...