14 julio, 2008

CRITICANDO II



Un reflexión a cargo de J. P. Bango sobre la crítica de Cine a propósito del reciente estreno de El Incidente, la última de las películas de M. Night Shyamalan


El incidente: Pastiche shyalamanista de escaso interés y menos ritmo
© J. P. Bango

Molesto por el maltrato crítico dispensando hacia el último de sus filmes (la incomprendida y telefilmesca La Joven del Agua), Shyalaman tira la casa por la ventana y tras ella su talento, convirtiendo las constantes de su Cine en una parodia, menos que eso, en el reverso tenebroso de un modo de entender la cinematografía que se niega a evolucionar o a dar saltos hacia delante, no porque se sepa víctima de una cuenta corriente ya saciada, sino porque, efectivamente (y como creían muchos) ya no le quedaba nada por inventar.

Si en El bosque traspasaba los límites de la credibilidad llevando hasta el paroxismo la idea de que no hay final más sorprendente que el de mi siguiente película, El Incidente se convierte, definitivamente, en su testamento: ya no hay idea novedosa alguna que no haya contado antes en sus trabajos previos, y la única que hay, la de la pistola que pasa de mano a mano, se repite varias veces, incluso fuera de plano; la prueba palpable de que, efectivamente, un puñado de buenas ideas (visuales) no hacen una buena película, mucho menos una filmografía, sobretodo si se explotan hasta el hartazgo.

El Incidente, quizá contenga alguno de los diálogos más desafortunados y vergonzantes de todo el cine fantástico contemporáneo, y de un elenco protagonista (y secundario) que no solo no está a altura del resto de los técnicos de la película, sino que se muestran severamente incompetentes a la hora de transmitir, siquiera, la más mínima emoción; ya no hablo de empatía. Capítulo aparte merece Mark Whalberg, el peor actor de su generación, dispuesto a demostrarlo en cada plano y secuencia: más que eso, su falta de carisma no solo sabotea su prestigio sino la esencia misma de la película, haciendo imposible cualquier tipo de identificación, menos con un personaje de tan escaso calado y consistencia dramática. Lo peor que le puede pasar a una cinta de catástrofes, ya veis.

Este déficit interpretativo provoca que algunas secuencias bordeen el límite de lo soportable; especialmente cuando se juntan los dos actores principales, del todo punto desconcertados no ya como personajes que huyen en la inmensidad del caos buscando un lugar donde cobijarse y sobrevivir, sino porque son incapaces de proyectar sentimiento alguno distinto a la repulsa de aquel que pagó siete euros y ahora se encuentra con esto. Y es que jamás se ha visto en el cine un abrazo tan desposeído de afecto como aquél que se brindan los protagonistas cuando creen que van a sucumbir, es decir, al borde mismo del abismo, y se invitan a amarse para siempre y hasta donde lleguen. Ni una conclusión tan deliberadamente explicativa, que traiciona no ya el espíritu de toda la película (que, al fin y al cabo basaba su argumento en la irracionalidad de su punto de partida) sino su propio sentido, ¿o es que acaso no hablábamos de la Existencia?

El Incidente se revela, pues, como una cinta repleta de tópicos y lugares comunes, que ni siquiera es capaz de aprovechar alguna de sus mejores ideas, como ese tren que se detiene en mitad de la nada. Proponiendo, a partir de entonces, otra nueva revisión de La Guerra de los Mundos de Spielberg, de la que extrae, incluso, a uno de sus personajes secundarios, Ogilvy, transmutado aquí en una vieja con aires de bruja y pose diabólica, un personaje que parece (y desea) pertenecer a otra película, esa que no ha sabido reconducir (a pesar de su jugoso punto de partida) el bueno de Shyalaman, el nuevo bluff del cine postmoderno.



El Incidente: Shyamalan explora los orígenes del miedo
© J. P. Bango

Shyalaman pisa terreno sumamente resbaladizo y, sin embargo, sale de él airoso, reforzado, y no porque vaya a contar con el afecto de la crítica (asaz empeñada en vilipendiar sus últimas propuestas) o de sus propios seguidores (algunos de los cuales ya se han manifestado de forma vehemente rechazando incluso las que son sus mejores virtudes), sino porque su Cine vuelve a mostrarse en continua reflexión sobre sus constantes, algo que le acerca tanto al Hitchcock de los años setenta tanto como al Carpenter a partir de El Pueblo de los Malditos, con el consabido riesgo que los procesos de redefinición implican, más y cuando se saben próximos a formatos tan alejados del gusto mayoritario del público, en esencia, target potencial de esta película.

En un momento en que su carrera podría sentirse maltratada, la respuesta del director hindú resuena como un puñetazo sobre la mesa, estableciendo los nuevos límites de su osadía, primero, por seguir haciendo un cine de género en el que nadie cree con similares intenciones a las de hace cincuenta años y, segundo, por hacernos pensar todo lo contrario, con la factura y empaque de una gran superproducción.

Expresa de forma acertada, Tonio L. Alarcón, que “este nuevo trabajo de Shyamalan le certifica como un autor en perpetua huida de su propio éxito “. En efecto, el director hindú no se presta a treguas ni a concesiones; filma lo que le dicta el corazón (esa suerte tiene) y la cabeza (del todo punto influenciada por la “Teoría de Gaia” de Lovelock), y expone cuáles son sus miedos y temores (todos relacionados con la soledad) mientras sus seguidores (y los que no lo son) esperan esa obra maestra que nunca llega de forma plena, pero cuya excelsitud ya se puede atisbar en algunos fragmentos de El Incidente.

Shyamalan no solo aprovecha el cine de género para recordarnos nuestra condición parásita y usurpadora (el argumento, alarmista, recuerda tanto a Ultimátum a la Tierra como a Nausicaa) si no que lo repleta de secuencias de gran inventiva, alguna de las cuales pasarán, desde ya mismo, a la historia: y es que no se ha visto nada más impactante (ni más original) en el Cine de género de los últimos años que esa camada de obreros lanzándose al vacío ante la mirada atónita de su supervisor; o esa pistola, que pasa de mano en mano, convertida en un artilugio diabólico de la que parece imposible (como de hecho así es) escapar. Todo a la luz del día y sin artificios: utilizando el fuera de plano y los sonidos extemporáneos como elementos desencadenantes del terror más irracional, como aquel que provoca la aparición sibilina de un arbusto de plástico… antes de que sepamos que es de plástico. Desde Los Pájaros, la naturaleza no se había mostrado tan despiadada, si bien únicamente se expresa en términos perceptivos, siempre desde el punto de vista de los actores, pues la propia historia se niega a dar una explicación alguna acerca de lo que pasa, y si lo hacen algunos de los personajes lo hacen en términos opinativos, lo que aumenta el carácter turbador de lo que allí acontece.

Shyamalan reformula los principios estructurales clásicos. Por un lado, desprecia la presentación de los personajes iniciando su historia por el acontecimiento, que en segundo término, llamará la atención de los protagonistas. Después, desarrolla la historia mientras sumerge a los personajes en una huida hacia ninguna parte al tiempo que tratan de encontrarse a si mismos y comprenderse; y por último, cuando la conclusión se adviene en el horizonte, encierra a los protagonistas en una casa feérica (directamente salida de El Bosque), ocupada por una anciana misteriosa que bien podía ser una hechicera... o la anfitriona que en ese momento necesitan para encontrar las respuestas que buscan, no ya como supervivientes de un cataclismo universal, sino como víctimas de un terror aún más absoluto: el sufrimiento al margen de aquellos a los que amas.

Shyamalan deja bien claro lo que piensa al respecto.

No hay comentarios: