Tim Burton es uno de esos directores para los que afloran las posiciones extremas. La división entre la fobia y el amor platónico se da, de una forma bastante popular, y con los mismos argumentos en el director de Burbank. Personalmente, la imagen que he tenido de él no es precisamente la de un fan. Hay, indiscutiblemente, mucho de esteta y poco de forma en el cine de marginados de Burton; una tendencia casi suicida a ser fagocitado por su propio estilo, estilo demasiado deudor de muchos autores (Edgard Gorey, Roger Corman, Hammer Films) como para dotarle de una personalidad propia, y en cierto modo, en sus últimas películas tendía a convertirse en poco menos que una parodia de si mismo.
En ciertas ocasiones ha demostrado una madurez fuera de lo normal, coincidiendo además con una contención dentro de los parámetros plásticos de su obra, siendo el ejemplo más unánime “Ed Wood” (1994) o las secuencias más humorísticas de “Sleepy Hollow” (1999). Asi pues, considerando “Eduardo Manostijeras” (1990) su cinta más ejemplar en cuanto a su forma de entender el cine, podemos destacar “weeney Todd” como un radical opuesto, o al menos, lo más considerablemente opuesto que el realizador ha conseguido hasta el momento.
Es evidente que la obra de Stephen Sondheim es una base lo suficientemente sólida como para dotar al film de un valor por si mismo. Las geniales canciones y la adaptación de la primera leyenda urbana conocida forman ya parte de una cultura tan popular que conlleva una propia respuesta afectiva para el público. El verdadero impacto y aporte de Burton surge de conservar su propios símbolos, sin traicionar a Sondheim y dotando a la cinta de una bárbara sátira. En efecto, las imágenes que acompañan a la música de “Sweeney Todd” no son simple comparsa, si no que parten del mismo humor negro, casi hiriente, que mira con cierto desprecio y por otro lado admiración al ser despreciado y despreciable que existía tanto en lo mejor de “Ed Wood” como en “Sleepy Hollow”. La puesta en escena es teatro y por tanto, tambien es convención, acertadamente irreal la mayoría de las veces, a veces se deja llevar por momentos más perezosos como ese paseo virtual por Londres.
En cierto modo, la causa para la poética de fotolog ™ que contenía “Eduardo Manostijeras” convierte a “Sweeney Todd”, por comparación, en un revulsivo pesimista, sucio, descuidado y frío. El acercamiento entre los personajes que protagonizan ambas cintas es profundamente inverso: desde el rictus autocomplaciente del malogrado Edward hemos terminado en el resentimiento distanciado que provoca ver a Benjamín Barker clamando por una venganza que, en el fondo, ni nos interesa. El no empatizar con los enfermos personajes que pueblan la cinta, y cuya maldad termina contagiando hasta el más inocente de la historia, permite a Burton jugar a ser más cruel con sus criaturas y lamentarse menos. Que el director de “Charlie y la fábrica de chocolate” (2005) mantenga esta nueva línea es difícil de esperar, pero al menos nos ha regalado una película más interesante.
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