a) Arquetipos heroicos
La Gran mayoría de los argumentos comparen un mismo eje narrativo que suele coincidir con la satisfacción de un deseo: un hombre ama a una mujer; un ladrón anhela una joya; un policía quiere detener a un ladrón, un preso desea escapar de la cárcel… Los movimientos que realizan los personajes con vistas a obtener dicho objetivo serán los que terminarán conformando el argumento. Esta estructura va a permitir, además, la coexistencia de varios personajes que se mueven alrededor del deseo primigenio construyendo un entramado que será más o menos complejo en función de las pretensiones que envuelvan a cada producción. Esta complejidad aumentará en mayor proporción dependiendo de los subplots o derivaciones argumentales presentes en cada historia que, sin llegar a formar parte del entramado principal, van a enriquecer su significación última.
Desatendemos, empero, la disección de este tipo de historias complejas para centrarnos en algo más simple: en cómo esta comunidad de argumentos similares nos va a revelar, al menos, la presencia de un arquetipo, o lo que es lo mismo, un personaje cuyos modos de proceder y actuar vamos a (re)conocer de antemano y casi desde su misma presentación, lo cual no solo va a servirnos para adelantarnos a sus réplicas o conocer sus fortalezas o debilidades sino también para entender sus motivaciones, algunas de las cuales (el rescate de una princesa cautiva, la consecución de un tesoro abandonado, la supervivencia en una cárcel siniestra, la captura de un tiburón asesino…), compartiremos en términos de identificación ("symphateia"), también con las servidumbres emocionales que las financian, haciendo nuestras las peripecias y aventuras del arquetipo, su destino o suerte, los afectos y anhelos que persigue.
Este arquetipo se convierte en héroe en una submodalidad típica del cine de acción que deriva, directamente, del cómic de entreguerras y de los seriales televisivos. Este héroe va a ser un tipo característico: valeroso, noble y dispuesto a arriesgar su propia vida para obtener aquello que ansía, generalmente una meta idealizada y de veras inalcanzable para un ser humano, digamos, convencional… En la ficción, el héroe se transmuta en una especie de prohombre subsumido en una sociedad más o menos menesterosa y necesitada de sujetos que pongan fin a sus desgracias. Cuando el narrador exagera sus hazañas convierte al héroe en un superhéroe, en una especie de ente sobrenatural con habilidades metafísicas (como Superman), en un mutante (como Spiderman), o en un tipo especialmente virtuoso a la hora de desarrollar sus gadgets (como Batman).
El sentido dual que define a la naturaleza humana, también tiene su cabida en este mundillo de arquetipos que no conoce de anverso sin reverso, es decir, y en nuestro contexto, que todo héroe de ficción necesita de un antagonista que esté a su altura. Esta tesis serviría de base a una de las mejores películas del género, El Protegido de M. Night Shyalaman, y sería una más que gozosa excusa para desarrollar un artículo inolvidable. Que no será este, que no versa de héroes o de sus opuestos, sino de todo lo contrario.
b) El regreso del antihéroe
La delimitación entre el bien y el mal de vez en cuando queda difuminada al albor de la tentación (ese lado oscuro de indudable ascendencia bíblica) o la rutina (eso que saboteaba las existencias de Los Increíbles en el film epónimo), tornando los efluvios triunfalistas que animaron las primeras gestas en una especie de lacra existencial que erosiona y emponzoña la cotidianidad del héroe. En ese contexto grisáceo surge la figura del antihéroe como una suerte de involución (debida por motivos emocionales) que acecha al héroe que no quiere serlo. El antihéroe no busca su destino: se topa de bruces con él. Y si ejecuta acciones que, objetivamente, podían calificarse como heroicas, lo hace fundamentalmente para salvar su cuello… o el de su mujer. Aquí nos encontramos con MacLane: el único héroe de la década de los ochenta que ha sabido distanciarse del carácter reaccionario de los miembros de su generación, hasta entonces guiados por instintos tan primarios como la venganza o la ira, para convertirse en salvador de aquellos que lo necesitan por el simple hecho de pertenecer al bando de los buenos y estar en peligro. Una panacea, en realidad, en forma de concesión a un público que ha perdido (sobretodo a raíz del affaire Rodney King) toda fe en la Policía.
El compromiso con la placa que le da de comer solo tiene sentido en la tercera parte, así que en esta primera la avidez antiterrorista de MacLane y su indudable puntería castigadora se nutren de un reclamo pasional que posibilita la presencia entre los rehenes de su esposa. Esto también fundamenta la afirmación de que MacLane no quiere ser un héroe, y sí lo es, lo es únicamente ejecutando acciones que determina la necesidad: por ejemplo, demostrando a su mujer (una alta ejecutiva, de porte independiente, y de gran éxito dentro de la corporación en la que trabaja) que todavía lo necesita, aunque sea disparando contra todo aquel que se mueva.
MacLane es un héroe peculiar: no quiere serlo ni merecerlo y su físico no responde a la lógica de la década. Apenas si hay anabolizantes debajo de esa camiseta de tirantas directamente heredada de Jack Burton (el antihéroe bufonesco que Kurt Russell interpretaba en la archiincomprendida Golpe en la Pequeña China de John Carpenter), y su principal habilidad es la elocuencia (mediando o no palabrotas de por medio). No en vano, Willis trata de convertir en un héroe de acción el arquetipo esencialmente verborréico (y levemente misógino) que lo hizo famoso con Luz de Luna. Apoyándose en su principal arma, no tardaremos en comprobar que no le hará falta mucho más que un walkie talkie para hacer frente y liquidar a todos los captores.
Su oponente lo es también en cuando a carisma. Alan Rickman lidera esta comuna de terroristas persiguiendo un afán monetario: aspiración crematística de naturaleza lógica en la década que encumbró el arribismo capitalista y que será una de las claves que definirán posteriormente a la trilogía, sobretodo en la magnífica y antitética tercera parte. Rickman representa al enemigo del protagonista con modos refinados y seductores, en contraposición a la apariencia, esencialmente bruta, de su adversario. Tal y como haría en Predator, John MacTiernan se apoya en la dialéctica y en la contraposición para construir los cimientos de su película.
En una década ultravitaminada como la de los ochenta, la presencia del director en películas de acción se ha definido como un mero ejercicio de artesanazgo con la única excepción de James Cameron y sus diferentes incursiones en el género de la ciencia ficción. Si embargo, no es hasta la llegada de John MacTiernan cuando el cine de acción ochentero encuentra su verdadero sitio, si no al menos identificable, sí al menos emparentado en cuanto a pretensión con aquel que encumbrara a Budd Boetticher, Robert Aldrich o Sam Peckinpah.
Así las cosas, MacTiernan concibe su particular jungla de asfalto y cristal como una orgía de tiros y acción donde nunca queda del todo claro quien es el depredador y quiénes las presas, diseñando un tour de force de ascendencia imparable que, para empezar, cambiará las leyes del asedio, acudiendo a uno de los subplots más reconocidos y universales: el del caballo de Troya. Metiendo a MacLane en el meollo de la acción, pues, conseguirá que termine adaptándose al entorno (estudiando los movimientos de sus oponentes); interaccione con él (si no lo creéis, preguntádselo a sus pies descalzos) y logre modificarlo convenientemente con vistas a lograr el objetivo anhelado (¿Lo recordáis? El germen de todo entramado de ficción).
Nuestro protagonista consigue su objetivo pero rehúye las alabanzas: también en eso se desmarca de sus coetáneos musculados, así como de su otro gran referente (también adicto a la retórica) ochentero: el Axl Foley de la serie Superdetective en Hollywood.
Todo junto, bien mezclado y agitado, y ese toque canalla y falsamente filantrópico que sugiere la presencia perpetua en pantalla de Bruce Willis con pelo, hace de nuestro antihéroe y de Die Hard, una de las mejores películas de acción de los ochenta.
c) Las cicatrices de MacLane
Como toda cinta exitosa que se precie de serlo, Die Hard cuenta con su particular remake hiperbólico: Die Hard 2 (más ruido, más explosiones, más muertos, más elocuencia, más sensación de deja vù, y mucho menos talento de por medio), y con una serie de subproductos hechos a su imagen y semejanza, como Alerta Máxima/Under Siege, un vehículo para lucimiento de Steven Seagal que el bueno de Andrew Davis consigue dignificar sobremanera en una especie de ensayo de esa gran obra suya que también será El Fugitivo, y otras menos notables, como Pasajero 57 de Kevin Hooks, a la mayor gloria (por decir algo) de Wesley Snipes, o Muerte Súbita, la confirmación del talento desgastado del otrora prometedor Peter Hyams, de nuevo al mando de una cinta al servicio del melifluo Jean Claude Van Damme.
Todas ellas heredan el mismo argumento, derivado del cine catastrofista de los setenta, con un émulo de terrorista acechando la vida de una comuna de rehenes incautos (y millonarios). En el interior del recinto objeto de secuestro se escapa, sin embargo, un elemento descontrolado (bombero, cocinero o policía de turbios pasados), que no solo les hará frente, sino que acabará trufando todos sus planes al calor del aplauso de ese público palomitero, insisto, necesitado de héroes prototípicos a los que adorar.
Si bien, La Jungla 2: Alerta Roja, repite toda la planificación de la película raíz, y la mayoría de sus gags y soluciones dramáticas, peca de su dependencia excesiva del departamento pirotécnico y de una falta de profundidad global, ni siquiera matizada esta vez en la relación (cada vez más paródica) que une a ambos cónyuges o en el duelo dialéctico (que no lo hay) entre los antagonistas. Si bien, vista hoy día, anticipa el sentimiento paranoico de la sociedad estadounidense y su querencia sadomasoquista a hacer ficciones explosivas de los más endémicos de sus miedos, lo cierto es que es una película menor, comparada con su predecesora, y olvidable, sobretodo hoy día, tan acostumbrados como estamos a este tipo de producciones ruidosas, cuando no insoportables de la mano de directores tan nefastos como Michael Bay.
Sin embargo, y a pesar de la nulidad narrativa de su director (que en su debe tiene, todavía, una de las continuaciones más gozosas de Pesadilla en Elm Street, y la más que interesante Animal Attack Movie: Deep Blue Sue), esta cinta sigue inspirando comentarios (fue, en su momento, la película que acumuló más muertos en pantalla: pasajeros de un avión incluidos) y referentes. De hecho, alguna de las emulaciones catódicas de Die Hard 2 como 24, se han atrevido a desarrollar durante varias temporadas alguna de las ideas ya presentes en esta película (la subtrama narcotraficante, el secuestro del aeropuerto, el rescate de los rehenes, la corrupción política…), y aunque Jack Bauer no es ni pretende ser MacLane (principalmente, por su falta de bis cómica y un indisimulado compromiso con la bandera que lo da de comer) debe buena parte de su existencia a la arquetípica creación de Willis, y a esta película de acción violenta, obra y gracia del finés Renny Harlin.
La Jungla 3: La Venganza, se desmarca de todas estas derivaciones, remakes o copias, constituyéndose, por derecho propio, en una película de acción original y cimbreante, que bebe de la fuente que la vio nacer escogiendo aquello que más le interesa (la comicidad y talante de John MacLane y un parentesco residual para fundamentar su MacGuffin) y desechando todo lo demás, conectando la saga Die Hard con una nueva fórmula que mezcla el suspense, la comedia y el acción de un modo imparable, llevando hasta el paroxismo esta historia de terroristas que no lo son, ladrones y robos ultrasofisticados, en el marco de una ciudad-plató, por aquel entonces, todavía desacostumbrada a semejantes ataques de estrés.
MacLane sigue siendo el mismo policía obstinado y vehemente, un antihéroe capaz de matar y luego preguntar sin mostrar indicio alguno de culpa o remordimiento, pero esta vez no actúa solo: la compañía llega de la mano del personaje que interpreta Samuel L. Jackson, que acerca a la película al género de acción ochentero por excelencia: la buddy movie, y aunque Jackson no interprete a un policía (La Jungla 3 vuelve a retratar a los policías como tipos esencialmente inhábiles y poco lúcidos) ni persiga los mismos objetivos que su colega de operaciones, representa un contrapunto distraído, a ratos necesario entre semejante despliegue de pirotecnia y exageración.
MacTiernan vuelve a demostrar un control absoluto sobre la narración, conjugando en un mismo espacio fílmico varios códigos genéricos, pero sobretodo demuestra que maneja los resortes del cine de acción blockbuster (algo que ya hizo en Predator) a la perfección, jugueteando con los espectadores a la par de sus protagonistas, haciéndolos formar parte de una historia ultraplanificada e hiperbólica, mientras persiguen bombas, trampas y otros señuelos, y resuelven los acertijos pergeñados por Jeremy Irons (cuyos modos recuerdan a los de Alan Rickman, del argumento deducimos que no por casualidad), mientras tratan de impedir que el caos invada las calles de la ciudad, y que los malos se lleven el mejor de los botines posible (y el de mayor valor pecuniario de la historia del Cine, por cierto).
La Jungla 3: La Venganza es una cinta construida sobre tópicos, sí, deliciosamente solvente, salvajemente lúdica, que existe por si misma más allá de su condición de vehículo al servicio de la comicidad de MaCLane/Willis (igual de malhablado que siempre), tan autoparódico como siempre, menos protagonista que nunca.
Por cierto, y hablando de antihéroes: mi favorito sigue siendo Snake Plissken. Claro, que este tipo de antihéroes no tiene nada que ver con los de los blockbuster...
MacLane y la Fisicidad del Antihéroe
© J.P. Bango
La Gran mayoría de los argumentos comparen un mismo eje narrativo que suele coincidir con la satisfacción de un deseo: un hombre ama a una mujer; un ladrón anhela una joya; un policía quiere detener a un ladrón, un preso desea escapar de la cárcel… Los movimientos que realizan los personajes con vistas a obtener dicho objetivo serán los que terminarán conformando el argumento. Esta estructura va a permitir, además, la coexistencia de varios personajes que se mueven alrededor del deseo primigenio construyendo un entramado que será más o menos complejo en función de las pretensiones que envuelvan a cada producción. Esta complejidad aumentará en mayor proporción dependiendo de los subplots o derivaciones argumentales presentes en cada historia que, sin llegar a formar parte del entramado principal, van a enriquecer su significación última.
Desatendemos, empero, la disección de este tipo de historias complejas para centrarnos en algo más simple: en cómo esta comunidad de argumentos similares nos va a revelar, al menos, la presencia de un arquetipo, o lo que es lo mismo, un personaje cuyos modos de proceder y actuar vamos a (re)conocer de antemano y casi desde su misma presentación, lo cual no solo va a servirnos para adelantarnos a sus réplicas o conocer sus fortalezas o debilidades sino también para entender sus motivaciones, algunas de las cuales (el rescate de una princesa cautiva, la consecución de un tesoro abandonado, la supervivencia en una cárcel siniestra, la captura de un tiburón asesino…), compartiremos en términos de identificación ("symphateia"), también con las servidumbres emocionales que las financian, haciendo nuestras las peripecias y aventuras del arquetipo, su destino o suerte, los afectos y anhelos que persigue.
Este arquetipo se convierte en héroe en una submodalidad típica del cine de acción que deriva, directamente, del cómic de entreguerras y de los seriales televisivos. Este héroe va a ser un tipo característico: valeroso, noble y dispuesto a arriesgar su propia vida para obtener aquello que ansía, generalmente una meta idealizada y de veras inalcanzable para un ser humano, digamos, convencional… En la ficción, el héroe se transmuta en una especie de prohombre subsumido en una sociedad más o menos menesterosa y necesitada de sujetos que pongan fin a sus desgracias. Cuando el narrador exagera sus hazañas convierte al héroe en un superhéroe, en una especie de ente sobrenatural con habilidades metafísicas (como Superman), en un mutante (como Spiderman), o en un tipo especialmente virtuoso a la hora de desarrollar sus gadgets (como Batman).
El sentido dual que define a la naturaleza humana, también tiene su cabida en este mundillo de arquetipos que no conoce de anverso sin reverso, es decir, y en nuestro contexto, que todo héroe de ficción necesita de un antagonista que esté a su altura. Esta tesis serviría de base a una de las mejores películas del género, El Protegido de M. Night Shyalaman, y sería una más que gozosa excusa para desarrollar un artículo inolvidable. Que no será este, que no versa de héroes o de sus opuestos, sino de todo lo contrario.
b) El regreso del antihéroe
La delimitación entre el bien y el mal de vez en cuando queda difuminada al albor de la tentación (ese lado oscuro de indudable ascendencia bíblica) o la rutina (eso que saboteaba las existencias de Los Increíbles en el film epónimo), tornando los efluvios triunfalistas que animaron las primeras gestas en una especie de lacra existencial que erosiona y emponzoña la cotidianidad del héroe. En ese contexto grisáceo surge la figura del antihéroe como una suerte de involución (debida por motivos emocionales) que acecha al héroe que no quiere serlo. El antihéroe no busca su destino: se topa de bruces con él. Y si ejecuta acciones que, objetivamente, podían calificarse como heroicas, lo hace fundamentalmente para salvar su cuello… o el de su mujer. Aquí nos encontramos con MacLane: el único héroe de la década de los ochenta que ha sabido distanciarse del carácter reaccionario de los miembros de su generación, hasta entonces guiados por instintos tan primarios como la venganza o la ira, para convertirse en salvador de aquellos que lo necesitan por el simple hecho de pertenecer al bando de los buenos y estar en peligro. Una panacea, en realidad, en forma de concesión a un público que ha perdido (sobretodo a raíz del affaire Rodney King) toda fe en la Policía.
El compromiso con la placa que le da de comer solo tiene sentido en la tercera parte, así que en esta primera la avidez antiterrorista de MacLane y su indudable puntería castigadora se nutren de un reclamo pasional que posibilita la presencia entre los rehenes de su esposa. Esto también fundamenta la afirmación de que MacLane no quiere ser un héroe, y sí lo es, lo es únicamente ejecutando acciones que determina la necesidad: por ejemplo, demostrando a su mujer (una alta ejecutiva, de porte independiente, y de gran éxito dentro de la corporación en la que trabaja) que todavía lo necesita, aunque sea disparando contra todo aquel que se mueva.
MacLane es un héroe peculiar: no quiere serlo ni merecerlo y su físico no responde a la lógica de la década. Apenas si hay anabolizantes debajo de esa camiseta de tirantas directamente heredada de Jack Burton (el antihéroe bufonesco que Kurt Russell interpretaba en la archiincomprendida Golpe en la Pequeña China de John Carpenter), y su principal habilidad es la elocuencia (mediando o no palabrotas de por medio). No en vano, Willis trata de convertir en un héroe de acción el arquetipo esencialmente verborréico (y levemente misógino) que lo hizo famoso con Luz de Luna. Apoyándose en su principal arma, no tardaremos en comprobar que no le hará falta mucho más que un walkie talkie para hacer frente y liquidar a todos los captores.
Su oponente lo es también en cuando a carisma. Alan Rickman lidera esta comuna de terroristas persiguiendo un afán monetario: aspiración crematística de naturaleza lógica en la década que encumbró el arribismo capitalista y que será una de las claves que definirán posteriormente a la trilogía, sobretodo en la magnífica y antitética tercera parte. Rickman representa al enemigo del protagonista con modos refinados y seductores, en contraposición a la apariencia, esencialmente bruta, de su adversario. Tal y como haría en Predator, John MacTiernan se apoya en la dialéctica y en la contraposición para construir los cimientos de su película.
En una década ultravitaminada como la de los ochenta, la presencia del director en películas de acción se ha definido como un mero ejercicio de artesanazgo con la única excepción de James Cameron y sus diferentes incursiones en el género de la ciencia ficción. Si embargo, no es hasta la llegada de John MacTiernan cuando el cine de acción ochentero encuentra su verdadero sitio, si no al menos identificable, sí al menos emparentado en cuanto a pretensión con aquel que encumbrara a Budd Boetticher, Robert Aldrich o Sam Peckinpah.
Así las cosas, MacTiernan concibe su particular jungla de asfalto y cristal como una orgía de tiros y acción donde nunca queda del todo claro quien es el depredador y quiénes las presas, diseñando un tour de force de ascendencia imparable que, para empezar, cambiará las leyes del asedio, acudiendo a uno de los subplots más reconocidos y universales: el del caballo de Troya. Metiendo a MacLane en el meollo de la acción, pues, conseguirá que termine adaptándose al entorno (estudiando los movimientos de sus oponentes); interaccione con él (si no lo creéis, preguntádselo a sus pies descalzos) y logre modificarlo convenientemente con vistas a lograr el objetivo anhelado (¿Lo recordáis? El germen de todo entramado de ficción).
Nuestro protagonista consigue su objetivo pero rehúye las alabanzas: también en eso se desmarca de sus coetáneos musculados, así como de su otro gran referente (también adicto a la retórica) ochentero: el Axl Foley de la serie Superdetective en Hollywood.
Todo junto, bien mezclado y agitado, y ese toque canalla y falsamente filantrópico que sugiere la presencia perpetua en pantalla de Bruce Willis con pelo, hace de nuestro antihéroe y de Die Hard, una de las mejores películas de acción de los ochenta.
c) Las cicatrices de MacLane
Como toda cinta exitosa que se precie de serlo, Die Hard cuenta con su particular remake hiperbólico: Die Hard 2 (más ruido, más explosiones, más muertos, más elocuencia, más sensación de deja vù, y mucho menos talento de por medio), y con una serie de subproductos hechos a su imagen y semejanza, como Alerta Máxima/Under Siege, un vehículo para lucimiento de Steven Seagal que el bueno de Andrew Davis consigue dignificar sobremanera en una especie de ensayo de esa gran obra suya que también será El Fugitivo, y otras menos notables, como Pasajero 57 de Kevin Hooks, a la mayor gloria (por decir algo) de Wesley Snipes, o Muerte Súbita, la confirmación del talento desgastado del otrora prometedor Peter Hyams, de nuevo al mando de una cinta al servicio del melifluo Jean Claude Van Damme.
Todas ellas heredan el mismo argumento, derivado del cine catastrofista de los setenta, con un émulo de terrorista acechando la vida de una comuna de rehenes incautos (y millonarios). En el interior del recinto objeto de secuestro se escapa, sin embargo, un elemento descontrolado (bombero, cocinero o policía de turbios pasados), que no solo les hará frente, sino que acabará trufando todos sus planes al calor del aplauso de ese público palomitero, insisto, necesitado de héroes prototípicos a los que adorar.
Si bien, La Jungla 2: Alerta Roja, repite toda la planificación de la película raíz, y la mayoría de sus gags y soluciones dramáticas, peca de su dependencia excesiva del departamento pirotécnico y de una falta de profundidad global, ni siquiera matizada esta vez en la relación (cada vez más paródica) que une a ambos cónyuges o en el duelo dialéctico (que no lo hay) entre los antagonistas. Si bien, vista hoy día, anticipa el sentimiento paranoico de la sociedad estadounidense y su querencia sadomasoquista a hacer ficciones explosivas de los más endémicos de sus miedos, lo cierto es que es una película menor, comparada con su predecesora, y olvidable, sobretodo hoy día, tan acostumbrados como estamos a este tipo de producciones ruidosas, cuando no insoportables de la mano de directores tan nefastos como Michael Bay.
Sin embargo, y a pesar de la nulidad narrativa de su director (que en su debe tiene, todavía, una de las continuaciones más gozosas de Pesadilla en Elm Street, y la más que interesante Animal Attack Movie: Deep Blue Sue), esta cinta sigue inspirando comentarios (fue, en su momento, la película que acumuló más muertos en pantalla: pasajeros de un avión incluidos) y referentes. De hecho, alguna de las emulaciones catódicas de Die Hard 2 como 24, se han atrevido a desarrollar durante varias temporadas alguna de las ideas ya presentes en esta película (la subtrama narcotraficante, el secuestro del aeropuerto, el rescate de los rehenes, la corrupción política…), y aunque Jack Bauer no es ni pretende ser MacLane (principalmente, por su falta de bis cómica y un indisimulado compromiso con la bandera que lo da de comer) debe buena parte de su existencia a la arquetípica creación de Willis, y a esta película de acción violenta, obra y gracia del finés Renny Harlin.
La Jungla 3: La Venganza, se desmarca de todas estas derivaciones, remakes o copias, constituyéndose, por derecho propio, en una película de acción original y cimbreante, que bebe de la fuente que la vio nacer escogiendo aquello que más le interesa (la comicidad y talante de John MacLane y un parentesco residual para fundamentar su MacGuffin) y desechando todo lo demás, conectando la saga Die Hard con una nueva fórmula que mezcla el suspense, la comedia y el acción de un modo imparable, llevando hasta el paroxismo esta historia de terroristas que no lo son, ladrones y robos ultrasofisticados, en el marco de una ciudad-plató, por aquel entonces, todavía desacostumbrada a semejantes ataques de estrés.
MacLane sigue siendo el mismo policía obstinado y vehemente, un antihéroe capaz de matar y luego preguntar sin mostrar indicio alguno de culpa o remordimiento, pero esta vez no actúa solo: la compañía llega de la mano del personaje que interpreta Samuel L. Jackson, que acerca a la película al género de acción ochentero por excelencia: la buddy movie, y aunque Jackson no interprete a un policía (La Jungla 3 vuelve a retratar a los policías como tipos esencialmente inhábiles y poco lúcidos) ni persiga los mismos objetivos que su colega de operaciones, representa un contrapunto distraído, a ratos necesario entre semejante despliegue de pirotecnia y exageración.
MacTiernan vuelve a demostrar un control absoluto sobre la narración, conjugando en un mismo espacio fílmico varios códigos genéricos, pero sobretodo demuestra que maneja los resortes del cine de acción blockbuster (algo que ya hizo en Predator) a la perfección, jugueteando con los espectadores a la par de sus protagonistas, haciéndolos formar parte de una historia ultraplanificada e hiperbólica, mientras persiguen bombas, trampas y otros señuelos, y resuelven los acertijos pergeñados por Jeremy Irons (cuyos modos recuerdan a los de Alan Rickman, del argumento deducimos que no por casualidad), mientras tratan de impedir que el caos invada las calles de la ciudad, y que los malos se lleven el mejor de los botines posible (y el de mayor valor pecuniario de la historia del Cine, por cierto).
La Jungla 3: La Venganza es una cinta construida sobre tópicos, sí, deliciosamente solvente, salvajemente lúdica, que existe por si misma más allá de su condición de vehículo al servicio de la comicidad de MaCLane/Willis (igual de malhablado que siempre), tan autoparódico como siempre, menos protagonista que nunca.
Por cierto, y hablando de antihéroes: mi favorito sigue siendo Snake Plissken. Claro, que este tipo de antihéroes no tiene nada que ver con los de los blockbuster...
MacLane y la Fisicidad del Antihéroe
© J.P. Bango
4 comentarios:
O no te gusta la cuarta, o no la has visto, pero ya que te pones a analizar la saga, deberías incluirla.
Digo yo. Hablar de La Jungla de Cristal y ni mencionar la 4ª parte... es insultante por muy muy mala que fuera (que no la vi). Y resulta por tanto una indirecta muy directa, rozando la homosexualidad (expertos en indirectas directas).
Y por fin una actualización. Faltaron un par de días para que os borrase de mis favoritos, y en ese caso no os volvería a leer nunca mas...
Pues yo veo un acto de valentia y coerencia el hecho de pasar de la cuatro, que es una mierda. Me ha encantado el articulo, enhorabuena
Hola, ha sido un placer descubrir este genial blog y sobre todo quiero decirte que me ha gustado mucho tu disección del héroe en el cine moderno. Saludos!
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