19 febrero, 2011

El triunfo de la mediocridad

Muchas veces me pregunto porque tengo que ser exigente, la gente me pregunta cómo es posible que no me gusten ciertas películas, que si soy un rancio, es un pensamiento recurrente que suele ser espoleado por algunos momentos y conversaciones con personas menos sibaritas en gustos cinéfilos, me pregunto si no sería más fácil dejarse llevar e intentar eso de disfrutar del cine, total, la vida es corta, no estamos aquí para sufrir, bla, bla, bla...

Sin embargo ante una afirmación tan inocente se esconde una trampa... No creo que sea descabellado pensar que ante cualquier elección una persona sensata decide optar por la mejor opción. Las cosas que pueden influir en que esto no se cumpla son el desconocimiento, el dinero, la parte estética... Se podría incluir la información sesgada, como la que ofrece la publicidad, pero es una forma más de desconocimiento. Es una suposición lógica pensar que si una persona decide comprar un televisor y tiene dinero e información, elegirá la mejor disponible en base, sobretodo, a que hay gente experta en el mundo que es capaz de emitir un juicio sobre un televisor en base a su conocimiento.

Supongo que veis por donde voy, no creo que este descubriendo nada nuevo. A todo el mundo le gusta la excelencia, todos querrían ser exclusivos, tener cosas mejores que su vecino o esos familiares odiados, lástima que el dinero lo impida...

Pero el cine es "gratis"... Podría entender, en una afirmación impertinente, que la gente que no pueda pagarse una cena en el Bulli se autoconvenza de que un cocido es mejor, entiendo que con las cosas caras la gente no sea exigente por no poder permitírselo, pero el cine es "gratis", incluso si no lo es, el precio de las entradas y de los blu-rays no dependen de la calidad de la película. Voy a subir un grado más esta impertinencia para decir que no entiendo porque ante la posibilidad de conseguir gratis cualquier película del mundo en un tiempo mínimo, la gente sigue eligiendo ver cine mediocre.

Es evidente que si todo el mundo consume productos mediocres y los acepta sin más, la mediocridad se convierte en el paradigma de calidad. Uno de los problemas que veo no es que el cine sea mediocre o que no haya buenas películas, porque las hay, el problema es que cada vez que aparece algo ligeramente diferente a ese punto medio, se le empieza a llamar obra maestra.

Stephen Hawkings decía en la introducción de "Historia del tiempo" que cada referencia o formula matemática que aparece en un libro, son lectores que se pierden, sin embargo, siendo de ciencias, al hablar de esto no puedo evitar pensar en las campanas de Gauss.


Yo creo en la estadística, no por nada es uno de los pilares de mi trabajo. Siento que seré un aguafiestas para algunos, pero todo esto del criterio no deja de ser, de forma simplificada, un corte en esa campana que decide hasta que punto de mediocridad uno es capaz de soportar.

Vuelvo a repetir que esta "lucha" no es contra el cine mediocre, este tiene que existir, es lo que da forma a la campana, no es un tema de decir que cine es mejor que otro, mi problema es contra el conformismo que acepta ese cine, personalizado en miles de críticos que sólo miran su ombligo y que gracias a internet pueden tener voto (incluido yo) y acompañado por los medios que exaltan la calidad en base al dinero que reciben. Esto no va de crear lobbys o grupos elitistas o de creerse superior a los demás, va de creer en un público más exigente que repercuta en la calidad del cine y revitalice el medio, porque a la larga será mejor para todos. Sé que es un pensamiento excesivamente idealista, pero nada me impedirá intentar llevarlo a cabo.

En el fondo da igual el tipo de cine que defiendas, el objetivo no es otro que el de ser exigente con lo que ves... Siempre que hablo de esto acabo repitiendo la misma frase: el problema de no esperar nada de una película es no obtener nada de ella y conformarse.

Pedro Pérez (aka Findor)

14 febrero, 2011

La dicronía entre películas y actualidad

¿Cuánto tiempo tarda en cine en reaccionar a la actualidad? Sabemos que el proceso de realizar una película es lo suficientemente complejo y lento como para que tengamos que darle una tregua a la inmediatez de sus discursos, pero a veces cuesta ajustar nuestras necesidades analíticas. Cierto es que podremos seguir considerando el cine dentro de un contexto social, tanto en su capacidad para analizar el pasado reciente, como para adecuarse a su presente o incluso pronosticar el futuro. Hay suficientes y valiosos estudios al respecto como para ponerlo en duda. Sin embargo, esa desincronización tan aguda es obviada continuamente y no podemos dejar de pensar que llegan siempre tarde y mal.


Un ejemplo del pasado año fue la decepcionante “Green Zone: distrito protegido” (Paul Greengrass, 2010). Repaso mis notas al respecto de la película y encuentro esta frase: “esto trae como consecuencia una simplificación de los elementos que la componen ante la responsabilidad de ajustarse no sólo a lo “histórico” si no a la latente necesidad de explicitar su posición política, su moraleja a modo de falsa expiación”. Reconozco en estas palabras de mi yo del pasado como una crítica a la excesiva predisposición del cine actual a resultar forzosamente alegórica y explícito, pero encuentro que mi referencia a la adecuación de un modelo histórico planteaba una semilla de la duda que aquí expongo: Donde “Green Zone” pecaba de una ingenuidad y anacronismo demoledor al mostrar como gran revelación la ausencia de armas de destrucción masiva y la responsabilidad de su protagonista para con la verdad, ahora me pregunto si no estábamos ante un antecedente de las filtraciones de Wikileaks.


Por supuesto, esto no cambia mi parecer de la película, pero encuentro significativo que esa desincronización de la que hablo haya beneficiado a la misma hasta el punto de no ser una nota que llega tarde si no un puente (o un adelanto) a una realidad inmediata. El análisis puede ser anecdótico y superficial, pero plantea muchas preguntas. Es cierto que asociamos la integridad de las filtraciones con el ametrallador sonido de las máquinas de escribir al final de “Todos los hombres del presidente” (Alan J. Pakula, 1976), y no me conviene a mi (por ignorancia) analizar los ciclos históricos que nos llevan de nuevo a la desconfianza y la responsabilidad civil, pero quizás haya otra manera de entenderlo.


Pienso en las palabras del humorista Stephen Colbert en su célebre monólogo en la Gala de Corresponsales de Prensa de 2006. “Estas cosas se mantienen en secreto por una razón: son super deprimentes. (…) Durante los últimos cinco años fuisteis muy buenos en temas sobre recortes de impuestos, información sobre armas de destrucción masiva, los efectos del calentamiento global. Nosotros los americanos no queríamos saberlo, y vosotros tuvisteis la cortesía de no averiguarlo. Aquellos fueron buenos tiempos… que nosotros sepamos. (…) Simplemente corregid la ortografía y largaros a casa. (…) Escribid esa novela que teneis dando vueltas en vuestra cabeza, ya sabéis, esa del intrépido reportero de Washington que tiene coraje para enfrentarse a la administración. Ya sabéis: ¡ficción!”. Y pienso en ellas sobre el gran cambio que supone hoy por hoy la información gubernamental.

En tiempos donde los políticos hacen ruedas de prensa donde no se admiten preguntas, donde gobiernos cierran internet para acallar revueltas populares o donde se alaba las luchas del país vecino por las libertades mientras se evita correr la misma suerte que ellos, ha aumentado la actividad ciudadana para evitar esa desinformación. ¿Somos más comprometidos, más desconfiados o nos hemos habituado más a la multitarea de los medios, a encontrar tanto la versión oficial en el periódico de tirada nacional o las contradicciones de esa versión en un link de Twitter? Wikileaks ha contado con un gran apoyo en la red, aunque cabría ser un poco pesimista y preguntarse si las filtraciones han servido para algo más que vender periódicos. Sí, quizás estemos más informados, pero si esa es toda la satisfacción que obtenemos, sin que surjan cambios, algo estamos haciendo mal.

Eso nos devuelve de nuevo al cine, a su capacidad icónica y a su popularidad como medio, incluso entre aquellos a quienes no les interesa contrastar información. ¿Propaganda en el buen sentido? Tal vez. Tal vez disparos a quemarropa a nuestro cerebro, que siembren las dudas y nos devuelvan ese papel activo. El cine es un acto político, nos guste o no, incluso cuando no pretende serlo (o quizás ahí, más que nunca) dice mucho de nuestros posicionamientos. He rechazado abiertamente cierta categoría moral de las películas y cierta tendencia al sermón en las mismas, pero no puedo renunciar a su significado, contexto e influencia.

Nótese que la revista Time "espectaculariza" el rostro de Zuckerberg para asemejarlo al poster de la película. He aquí la hiperrealidad. Otra vez.

Sorprende la portada de la revista Time a Mark Zuckerberg, aupado por la popularidad de su invento y por su reflejo en la pantalla, la no tan crítica “La red social” (David Fincher, 2010) pero esa nueva relevancia a los hechos de un pasado reciente y que el cine ha vuelto a poner bajo los focos plantean una salida digna. Incluso cuando sirven para ayudar a El Mal, como es el caso. Pensamos lo inútil que sería la alegoría de Tony Blair en “El escritor” (Roman Polanski, 2010), hecho que no evita que sea una película notable, pero a lo mejor conviene fijarse en la atemporalidad de la enmarañada burocracia – eterno “vuelva usted mañana” que diría Larra – de “Buried” (Rodrigo Cortés, 2010). Huimos de la simpleza conciliadora de “Balada triste de trompeta” (Álex de la Iglesia, 2010) para fijarnos en la catártica resistencia de “De dioses y hombres” (Xavier Beauvois, 2010) o la aniquilación del hiperconsumidor de “Exit through the gift shop” (Banksy, 2010).

El cine tiene una tarea difícil para retratar realidades cuando consume tanto tiempo en perfilar esos retratos. Quizás la responsabilidad pase no por resignarse a esa impuntualidad si no por aprovecharse de ella, por revisitar la actualidad ante los ecos del pasado o trazar mapas de futuros distópicos. En resumen, que el cine político no nazca de la respuesta inmediata si no de la reflexión atemporal. No sé si con esto he conseguido llegar algo, pero es mejor plantearlo hoy que mañana.

by Henrique Lage

13 febrero, 2011

Remake vs remake

Es una época turbulenta para el cine, o al menos es una época de acusaciones. Una de las principales parece ser la falta de originalidad, sostenida por un exceso de remakes "innecesarios". A pesar de lo que pueda parecer por esta forma de empezar, esto no pretende ser una critica al cine actual, ni mucho menos, creo que el cine goza de muy buena salud y que lo único que hay que hacer es buscar más allá de las salas comerciales.

Hablar de remakes suele provocar una pequeña lucha interior entre la defensa o el escarnio, alimentado principalmente por el amor hacia la obra original del participante en esa lucha.

Toda este rollo previo y la lucha interior que me inunda estos días viene provocada por un remake concreto de una película que forma parte de mis guilty pleasures a pesar de sus carencias, Let the right one in (Tomas Alfredson) y su versión americana Let me in (Matt Reeves). Llevo varios meses predicando el acto de juzgar por los resultados por encima de los objetivos o de los precedentes, así que seré fiel a mis principios y tengo que llegar a la conclusión que, a pesar de las virtudes de la original, me tengo que quedar con el remake, y ahora toca el porque, aprovechando el camino para hablar un poco de un par de buenos y malos remakes, o quizá dicho de forma mas correcta, de una película buena y otra mala que resulta que son remakes.

(spoilers importantes de las dos películas y de la novela)

Creo que es mas correcto hablar de la versión de Reeves como remake que de reinterpretación de la novela original. Ignoro si Reeves, también guionista de la versión US, ha leído la novela de Lindqvist, pero si lo ha hecho, creo que no ha usado prácticamente nada de ella que no estuviese presente en la película de Alfredson, lo que sí ha hecho es quitar muchas cosas que no acaban de funcionar todo lo bien que podrían y dejar una película bastante más redonda.

El principal dilema a la hora de afrontar un remake parece ser cuanto tomar de la fuente original y porqué. A pesar de hablar siempre de resultados, el objetivo siempre tiene una pequeña influencia en ellos. Psycho de Van Sant no consigue ofrecer nada que no tuviera la versión de Hitchcock y falla en su objetivo básico de ser una buena actualización para generaciones venideras, a los miscastings de los actores se une un desaguisado anacrónico mental que produce al mezclar los 90 con personas en su versión sesentera. No es una versión del todo execrable porque algunos actores secundarios de la segunda mitad de la película acaban funcionando algo mejor que sus versiones originales, pero en general falla en detalles en los que Van Sant no parece caer como los juegos de sombras que genera el blanco y negro y que no funcionan igual en las composiciones cromáticas naranjas y azules de la versión de su versióm. Lo mismo se podría pensar de Funny Games de Haneke, un remake a priori más innecesario y sin embargo el plano a plano del propio Haneke funciona aun mejor que el original, primero porque su mensaje sigue vigente, y porque sigue siendo una critica mordaz al modelo de cine de asesinos en serie, que ademas se actualiza con mejores actores (excepto en el protagonista, mucho menos inquietante) y se ofrece hacia mayor publico potencial, consiguiendo por el camino reirse de la audiencia que veía necesidad en ese remake.



En el caso que nos ocupa de Let Me In, Reeves parece tener mucho más claro que Alfredson lo que compone una película. La original consigue funcionar durante varias escenas por el ritmo pausado, el papel de Eli y la actriz que la interpreta funcionan mejor en conjunto y la ambientación en general me parece mas opresiva, o al menos, más depresiva. Sin embargo se dispersa intentando contar demasiadas cosas que funcionan en la novela y que sin embargo hacen que el hilo conductor de la película no acabe de fluir del todo bien, necesitando una concesión extra por parte del espectador para entrar en ese ritmo más costumbrista.

Reeves decide centrarse principalmente en la historia de Owen/Oskar y Abby/Eli, extirpando primero a familia de Owen, tan presente en la original. La madre no deja de ser como la dueña de Silvestre en los Looney Toons, un cuerpo sin rostro. El padre de Owen es una conversación por teléfono, no interesan para nada sus problemas, solo saber la influencia negativa que producen ambos sobre Owen y esto se muestran por sus diálogos sin necesidad de recrearse en ellos. También es irrelevante la sexualidad de Abby, ese punto que funciona perfecto en la novela para entender la relación de Eli con su "padre", aquí no tiene apenas importancia, Abby es una niña, y su relación con Owen es lo que marca la narración junto a la interacción de Owen con sus compañeros de colegio.

No es justo decir que el remake esta exento de problemas ni que sea una película perfecta, uno de los componentes que se queda en el camino es la falsa sensación de final feliz, o más que falsa sensación, esa duplicidad de posibilidades. Al comprender la relación de Eli con el "padre" se crea la duda de si Oskar es otra herramienta más en la vida de Eli y no ese amigo que le hace cambiar. Esta sensación se pierde ya que lo que vemos es una amistad más pura entre Owen y Abby y el padre de Abby da una impresión de cuidador a diferencia de la relación pederasta de la novela.

Sin embargo, al final, la fluidez narrativa de la versión de Reeves, la pone un peldaño por encima de la original y es un buen ejemplo de como afrontar un remake, a priori "innecesario" que al final resulta más que satisfactorio y sin invalidar para nada la original.

Pedro Pérez (aka Findor)

03 febrero, 2011

Humoristas

“¿Recuerdas el anillo del Holocausto de mi abuela?”
“No sabía que en el Holocausto regalasen anillos”
Resacón en Las Vegas (Todd Phillips, 2009)

Un chico de 17 años, huérfano se ha ganado la vida en la calle. De repente, estalla una guerra en su país. Atrapado por su enemigo, consigue librarse en el último instante de un pelotón de fusilamiento. Atrapado de nuevo, es llevado a la cárcel hasta el final de la guerra.

Años más tarde, decide subirse a un escenario. Como un espontáneo. Ante el asombro de los espectadores, empieza a relatar su experiencia en la guerra… pero no lamentándose, ¡bromeando con ello! Habla de sus compañeros muertos y hace chistes con ellos. La gente no para de reír.

Guionista de cine, humorista gráfico, monologuista, actor de cine y televisión e icono del humor. Su más famoso discurso antibelicista no escondía una capacidad crítica inmejorable para poner el dedo en la llaga durante una dictadura. Estoy hablando, por supuesto, de Miguel Gila.



Hubo un tiempo en que España era un país de humor grueso y cazurro, donde la bestialidad era una chanza habitual. Uno revisa los textos de Lope de Vega o Quevedo en lo que llamamos el Siglo de Oro y se da cuenta de que hay una larga tradición cómica donde los tabúes no existían. En ese mismo “siglo” se publicaba una obra cargada de violencia, sexualidad, herejías y burla de la España más pobre y cazurra: El Quijote. ¿Han leído alguna vez “El lazarillo de Tormes”? El texto se burla de los negros, de los inválidos, de los religiosos y de la pobreza y hambre de la época.



Hay una incongruencia en un país donde Luis García Berlanga, ese erotómano ateo confeso que se reía de la Guerra Civil y el hambre en plena dictadura, es un símbolo nacional. En un país donde provocadores, en el más admirable sentido del término, como Dalí o Buñuel son nuestros máximos representantes culturales en el Siglo XX. Cela, Arrabal, Almodóvar, Bruguera, Valle Inclán. Que sería de nosotros sin ellos.

Al otro lado del charco, el judío Lenny Bruce escandalizaba a un público que lo denunciaba por obscenidad. Salía en su defensa otro monologuista, un tal Woody Allen que decía del Holocausto que seis millones de judíos muertos eran pocos, que los records estaban para batirlos. En la misma línea de Lenny estaban George Carlin, el hombre que hizo la lista de las diez cosas que no se pueden decir por televisión y que algunos reconocerán como el obispo que presenta al Jesucristo Colega en la polémica “Dogma” (Kevin Smith, 1999), y Richard Pryor, que después de escándalos personales con malos tratos y drogas… hizo de ello un monólogo cómico.




Jerry Senfield, otro monologuista judío, y Larry David crearon una de las series de televisión más importantes de los 90. En ella se podían apreciar episodios como aquel en el que Senfield se perdía “La lista de Schindler” por estar besándose con su novia o cuando conocía a un dentista que se había convertido al judaísmo para poder hacer chistes sobre judíos sin ser llamado antisemita. El propio Larry David protagoniza una de las mejores series cómicas de la actualidad, “Curb your enthusiasm”, donde se le acusaba de antisemita por silbar una tonada de Wagner. ¿Sabían que mientras rodaba “La lista de Schindler” Spielberg ponía episodios de “Senfield” para animar al equipo?



Y aquí siguen Alberto González Vázquez. Los Vengamonjas. Miguel Noguera. Miguel Ángel Martín. Jorge Riera. Paco Alcázar. Rubén Ontiveros. Santiago Segura. La misma gente que sale en defensa de Álex de la Iglesia, de su capacidad para expresarse como le venga en gana en Twitter, de opinar distinto a sus compañeros y de buscar el consenso donde otros interesados solo quieren enfrentamiento; la misma gente que se mete con Hollywood por su poca tolerancia al sentido del humor de Ricky Gervais, famoso por un monólogo sobre nazis y que confesaba que su ideal inicial era presentar los Globos de Oro disfrazado de Hitler; la misma gente que probablemente se ríe con “Padre de familia” cuando hace un sketch con Peter Griffin comiendo patatas fritas en el escondite de Anne Frank o “Padre made in USA” cuando Roger planea ganar el Oscar con una versión pueril del Holocausto que parodiaba tanto a la propia Anne Frank como “La lista de Schindler”, “La vida es bella” o “El pianista”.



Y luego están las caricaturas de Mahoma. La portada de El Jueves con los príncipes. “A serbian film”. Los dos episodios de “South Park” que vieron sus respectivos finales censurados sin previo aviso. “Saw VI”. El derecho a la libertad de expresión es, como todos los derechos, inalienable, se encuentra por encima de cualquier contexto o razón y es independiente del orden jurídico. No lo digo yo: lo dice la ONU en su Declaración de los Derechos del Hombre de 1948. Sí, esa declaración que se hizo a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. ¿Sabían que Israel exportaba pornografía sadomasoquista representando a judíos y nazis? Vaya, será que sí se puede banalizar sobre todo. Será que no existen los temas sagrados y que arrastramos tabúes preconcebidos, impensables en una sociedad del siglo XXI. No, no es una moda de lo políticamente incorrecto: solo es que hoy existe más gente dispuesta a ofenderse por cualquier tontería antes que a relajarse y reírse. Ya lo dice la canción, “Everyone’s a Little bit racist”: Even though we all know / That it's wrong, / Maybe it would help us / Get along.



Está claro que el problema no es el chiste. El problema es la repercusión mediática, la manipulación que se hace del mismo. A que intereses sirve: ¿Por qué si no se recalca tanto que Nacho Vigalondo sea la imagen de una campaña de El País y no de una de Visionlab o Burguer King, o un nominado al Oscar? ¿Por qué se repite que Sergio Pamiés le increpó cuando no es el mismo Sergi Pamiés de La Vanguardia? Así se repiten consignas, falacias de campeonato que implican que, si Vigalondo trabaja para un periódico del grupo Prisa, luego es militante del PSOE y un subvencionado… independientemente de que su última película no haya recibido subvención o de que él nunca se haya expresado políticamente. El asunto es ver como esta sociedad ha distorsionado el mensaje, desde la ofensa pacata a la indignación nacional, el crear un titular o el posicionarse ante algo que cualquiera con sentido común entendería que no se apoya. Las consecuencias son esto: el silencio. Cuando un hombre nos hace reir, es un comediante, cuando nos hace pensar o sentir cosas nuevas, es un humorista.



Se combinan tres puntos en la polémica del Holocausto Vigalondo: las intenciones de medios rivales de atacar a El País, la necesidad de los medios de crear polémicas y titulares con los que aumentar los comentarios (y por tanto las visitas) a sus publicaciones digitales y por último, la urgencia de los tiempos: Twitter es una herramienta sobre la chanza inmediata, no es una fuente a la que un periodista con un mínimo de ética y cultura acudiría. Los periódicos necesitan demostrar que están al día y la mejor de estar en el centro de la noticia… es crearla donde no la hay. Es generar más noticia. Es pensar en el potencial de un incidente inocuo, en su capacidad para convertirse en una noticia de verdad. Ese hype, esa expectativa de que aún no ha pasado nada serio ¡pero si lo publicitamos lo suficiente y lo tergiversamos adecuadamente, quizás ocurra! Ya no es algo por lo que la profesión periodística debería avergonzarse: es algo por lo que cualquier persona con un mínimo de decencia debería reflexionar, hacer autocrítica y preguntarse: “¿No estaré contribuyendo precisamente a aquello que busco denunciar? ¿No estaré equivocado?”. Los periódicos de la Alemania Nazi no investigaban sus noticias: aceptaban las que llegaban desde las agencias “oficiales” y lanzaban dardos contra el cabeza de turco que les permitía mantener su ideología. Ya saben quiénes.

Todo esto no es más que una serie de ideas sueltas que están mejor expresadas aquí, aquí, aquí y aquí. Hagan lo que nunca haría un mal periodista o un ofendido irracional: lean con atención y espíritu crítico.

Quizás somos una potencia: ya tenemos el puritanismo de los Estados Unidos y la censura de China. Sin embargo, la manipulación es algo ya profundamente español. Sólo aquí tenemos tan poca vergüenza. El resultado es esta inevitable marcha atrás, que nos vuelve a situar, con vergüenza, lejos de los derechos que creíamos incontestables. Y eso sí que no tiene gracia.

“La comedia es tragedia más tiempo”
Delitos y faltas (Woody Allen, 1989)

by Henrique Lage

02 febrero, 2011

Te puede pasar a tí...

Los seguidores de Twitter y habituales del focoforo han vivido estos días un hecho que a priori, a falta de palabras mejores, calificaré como curioso. Un Twit de Nacho Vigalondo, que no reproduciré porque si lees esto es, probablemente, porque ya lo conoces, genera una corriente de declaraciones y un sentimiento de rechazo a su persona.

Ya se han escrito muchas cosas, creo que no podré añadir mucho a lo ya contado por John Tones y muchos otros, pero hace tiempo que no escribo, y necesito practicar.

"Cada uno es dueño de sus palabras". Vigalondo ha escrito, Vigalondo la ha cagado... parece sensato, ¿no?... discrepo.

En un movimiento espiral, siempre acabo volviendo al tema que me llevó a esas epifanías, el deconstructivismo y la negación, no del holocausto, sino de la referencialidad de los textos. El autor no es el dueño absoluto de lo que escribe porque es el lector el que le da el último significado... Esto, a grosso modo, parece separar a los lectores en dos tipos, los que entienden lo que leen y lo que no. Por algún motivo, probablemente educacional, intento estar seguro de lo que leo antes de pronunciarme, aunque no siempre lo consiga, y si tengo la posibilidad de hablar con la persona que ha dicho algo y veo que lo puedo malinterpretar, le pregunto...

Me gustaría saber cuantos medios que han escrito sobre Vigalondo han leido su blog o le han preguntado directamente.

Pero para mi esto ya va algo más allá de Vigalondo, está siendo noticia nacional, bajo el miedo a quedarse atrás y no hablar de una noticia que en realidad no lo es, todo el mundo habla. Y bueno, se podría decir que estos son mis 15 minutos de fama...

Lo que nos lleva a los temas realmente preocupantes, la capacidad que tiene la gente de posicionarse en base a lo que "unos dicen que otro ha dicho". Parece casi evidente que los medios de información ya no tienen interés en lo que dice la gente, sino en lo que pueda parecer que han dicho. El segundo punto preocupante es la necesidad de muchos de trazar límites y los ofendidos en tercera persona. Gente que decide que en una conversación entre otros le ofenden las maneras y en vez de apartarse quiere poner una barrera enmedio.

Yo veo una combinación peligrosa de todo esto y que parece producir gente que se convierte en adalides de la libertad de los demás en base a lo que les dicen otros... y no me gusta.

Efectivamente, el twit de Vigalondo ha sido un detector de idiotas, pero no solo de los desafortunados sin vida que, como yo, pasan un viernes twiteando, si no de otros de mucho más alto standing, los medios de comunicación y sus hooligans...