29 diciembre, 2007

NO DIGAS NADA

La inocencia del asesino en serie


No digas nada es, según dicen, el filme del escándalo. A punto de ser tachado con la temida X en la calificación por edades por apologético de la violencia, irónico y mordaz desde su mismo título, defendido como un sano divertimento sin prejuicios por unos, dilapidado como un atroz sintagma de diabólica influencia por otros… lo cierto es que su letal reflexión ética funciona más allá de una mera crítica a la pérdida de los valores en la actual juventud. Como enunciaba el Marqués de Sade en La filosofía en el tocador, “Nada hay más contagioso que el mal”. Con esta premisa devastadora y certera, el argumento soslaya cualquier planteamiento paternalista, para exponernos con limpieza la propagación imparable, en un instituto de provincias, de una noticia más que jugosa (el asesinato de dos personas a manos de una compañera), encendida como una mecha de dinamita, que acaba tomando la forma de aberrante cónclave de asesinos y mutuos cómplices.

A pesar de beber de la comedia estadounidense más gamberra y sin pretensiones, el artefacto de negrísimo humor de No digas nada (tan sólo desfavorecido por un primer tramo algo indeciso y poco congruente, ampliamente superado al poco de avanzar el relato), tiene mucho de español. Y entiéndase “español” como goyesco contraste de tan inquietantes actividades con el descacharrante y cercano entorno de una comunidad de barrio. Un negrorrealismo que ya quedara desempeñado en la colisión “pena de muerte-entorno turístico” que tenía lugar en la Mallorca de El verdugo (Luis G. Berlanga, 1963), y que se ratifica en la presencia constante de personajes que, amparados en su condición de individuos prejuzgados, corrientes, esconden (entierran) algún tipo de secreto: desde la pareja de maduros profesores amantes en la clandestinidad, hasta los basureros gays, pasando por una no reconocida relación interracial, la “vergonzante” pérdida de la virginidad o las tretas para escabullirse del trabajo del propio detective encargado del caso. Pero la cinta no descubre únicamente lo hilarante del contagio masivo del mal (identificado en todo momento con revancha o perversa forma de justicia) en un ámbito más o menos inmediato: también descubre la comicidad absurda del muerto, del cuerpo sin vida cayendo con su peso en la fosa, sin más. Del “señor que se ha muerto”. Con un humor irreverente por despreocupado y amoral (cercano incluso, en su concepto del humorismo deshumanizado, al absurdo más mihuriano), No digas nada no busca la identificación facilona con el público adolescente basándose, como sus homónimas americanas, en la explotación del consabido tono erótico-festivo: más bien entronca con un deseo más íntimo que el de las epidérmicas revoluciones hormonales propias de aquellos maravillosos años. Concretamente, con el ansiado mito del crimen impune.


Todos hemos deseado que las barreras morales desaparecieran durante el tiempo suficiente como para vengar (definitivamente) las pequeñas mezquindades de la vida diaria; máxime en unos años traumáticos como los de la adolescencia, en los que el descontento con la propia identidad y los intrincados vericuetos de la diferencia nos llevan al camino de la frustración. No sólo Silvia, la homicida original, es incapaz de evitar (siempre entre llantos) ser la protagonista de una escalada delirante de violencia y muerte al revelarse contra aquello que detesta: también sus compañeros, desde la joven que descubre en sí una sexualidad que todos juzgan excesiva, hasta el mismo protagonista, líder natural pero incapaz de interesar a la chica que le atrae, constituyen una galería de embrionarios monstruos cotidianos, que en su inocencia transitan de la lealtad al crimen despiadado, sin apenas percibir el dislate de semejante conversión.

Y es que, si hay un descubrimiento en la película, es el doble significado asignado al término “inocencia”: está claro que los protagonistas son “culpables” de horribles crímenes, pero su culpabilidad se debe a la administración lógica de una naïf candidez. Alejándose como decíamos de planteamientos hipócritas y gazmoños (no sin por ello renunciar a importantes dosis de simpatía y ternura), la película plantea una inquietante paradoja: sólo el deseo de violencia nos equipara. Nada hay más distante en un aula que los personajes-tipo interpretados por Jimmy Barnatán (como el violento y entrañable Rodrigo, un fumeta bastante pasado de vueltas) y Darío Paso (en el sensible y oscuro papel de Joaquinito, el empollón de la clase); sin embargo, el interés común por el crimen y la venganza les llega a unir en un pacto de lealtad apenas identificable con la naturaleza del mal. Diríase que Jiménez Luna ha conseguido un paso más allá del que diera Alfred Hitchcock en su Psicosis (1960). Y entiéndase la comparación en su justa medida: allí la protagonista, ladrona coyuntural de 40.000 dólares, quedaba eximida de culpa debido a sus particulares circunstancias personales, y definitivamente santificada de cara al público por el asesinato en la ducha; tras esto, Norman Bates era seguido por una audiencia temerosa de su destino, a través de la cuidadosa ocultación de las huellas del crimen de su madre; pero aquí es el mismo crimen el que queda perdonado (incluso secundado) a los ojos del espectador, con un tono más cercano al Arsénico por compasión de Capra (1944) o al Monsieur Verdoux de Chaplin (1947), que a su referencia más evidente en Escuela de jóvenes asesinos (Michael Lehmann, 1989). Todo ello gracias a un insólito e inteligente empleo de los mecanismos del pacto de ficción y un exclusivo diseño del punto de vista, que hace del casting coral un sólido mecanismo, apenas disuelto en alguna ocasión con la voz over del obligado protagonista teen.


En cualquier caso, y a pesar de estériles polémicas y malintencionadas críticas deseosas de convertir esta pequeña joya de humor negro y surreal en toda una sangrienta apología de la violencia, nos encontramos ante una ópera prima que deslumbra por su riqueza y complejidad de conceptos antes que por sus resoluciones (que por lo demás son más que decentes). Un ejemplo claro de que Felipe Jiménez Luna es alguien llamado a ser uno de los grandes. Porque sabe darle al público lo que quiere. Y porque sabe que el público no tiene ni un pelo de tonto.

27 diciembre, 2007

¡MERECEDLO!


Felipe Jiménez Luna ha tenido que esperar 11 años para debutar en las taquillas españolas, así están las cosas. Y no, no es que el chaval tenga 11 años, es que el chaval (ya no tan chaval, claro) fue dueño hace 11 años de TE LO MERECES, un exitoso clásico del cortometraje español donde los haya que predecía (y superaba) el aquél sobrevalorado Show de Truman del infravalorado Peter Weir. Si hay una película (sí, película) referencia sobre el tema de la poca intimidad que puede llegar a hacer padecer una cámara, esa es TE LO MERECES. Encima, es una pieza de estudio, ya que saca interpretaciones solventes de LO IMPOSIBLE.

NO DIGAS NADA se llama la obra larga que le pone en la industria y se estrena hoy en toda España. Ve a verla, anda, aunque solo sea por la curiosidad de saber qué esconde un autor que nos habla tan clarito y tan de frente desde los mismos títulos de sus obras: "TE LO MERECES" y "NO DIGAS NADA". Seguro que la siguiente se llama "¿ESTÁ CLARO?", a lo que nosotros responderemos "cristalino".

VE.

Trota "Te lo mereces" “AQUÍ”


26 diciembre, 2007

Primeras imágenes de “Cuando Apolo encontró a Dionisos”








El nuevo cortometraje de J. M. Asensio, director del claustrofóbico “Rata de Túnel”, comenzó su rodaje en Linares la última semana de noviembre, y continuará tras el paréntesis navideño.



Este proyecto lleva en la mente del autor desde su época universitaria, y su argumento se basa en los conceptos estéticos y filosóficos de lo apolíneo y lo dionisiaco, aplicados a una historia universal: “chico quiere a chica y no sabe cómo conquistarla”.



Tomando como referencia la mitología griega, Asensio nos ofrecerá una comedia romántica en tres actos, donde el humor y la música jugarán un papel fundamental.



El corto supone un cambio radical de registro con respecto a su anterior obra, y cuenta con un equipo técnico y artístico procedente de Madrid y Sevilla, que se encargará de traducir en imágenes un guión que en palabras del propio Asensio, “ha ido madurando con los años, y enriqueciéndose gracias a las aportaciones de todos los que poco a poco se han ido sumando al proyecto”.



Guillermo Villalba, Erika Sanz y Álvaro Manso dan vida a las versiones actuales de estos mitos, protagonistas de una historia que comienza en un cuarto de baño construido a propósito para el corto, y que posteriormente se traslada a una discoteca donde tiene lugar el encuentro y el enfrentamiento entre los tres. El desenlace promete ser sorprendente…

21 diciembre, 2007

ARREBATO, O EL VAMPIRISMO EN LA IMAGEN




Iván Zulueta, director de esta obra maestra del cine español, se interesa desde pequeño en el arte en general y en la estética pop en particular. Rodeado siempre de gente inmersa en el terreno cultural (su padre fue director del festival de cine de San Sebastián; tiene como profesor a José Luis Borau, una de las figuras del cine español de siempre;…), se especializa en el diseño de carteles, creando las imágenes de algunas películas importantes de nuestro cine, como “Viridiana”, de Luis Buñuel, o “Furtivos”, del citado Borau, así como algunos carteles para varias películas de su amigo Pedro Almodóvar (he aquí parte de la “conexión” entre ambos autores, más allá de las posibles coincidencias temáticas, en menor medida estilísticas, en sus películas).

Nos encontramos, por tanto, ante una persona sin lugar a dudas inquieta, con la necesidad de crear, pero cuya obra en cuanto a lo relacionado con el cine se refiere no es todo lo prolífica que un admirador suyo desearía: realmente sólo tiene otro largometraje además del que comentamos, “Un, dos, tres, al escondite inglés” (1969), y unos cinco cortometrajes. ¿Por qué es esto así? Dejando a un lado la inequívoca independencia (en todos los sentidos) de sus trabajos, que le dificultan sobremanera llegar a un público amplio (y, por ende, a un productor razonablemente emprendedor), el problema, o problemón, ante el que se topa es a todas luces (re)conocido: drogas. La consumición y adicción le resultan inevitables en aquel ambiente en el que todas las nuevas posibilidades estaban al alcance de la mano (y no en menor medida para él…), y en el que se tienen las ganas de “probar” y experimentar lo desconocido, lo inalcanzable hasta ese momento. Y, precisamente, de las drogas y de otras adicciones se habla en “Arrebato”, envolviéndose así realidad y ficción de manera irreversible y quedando el espíritu del instante muy presente en el film.

Porque, sí, “Arrebato” es una película sobre la adicción y sus riesgos; oscura a menudo, optimista y feliz en algunos momentos, inquietante siempre, absurda y surrealista a ratos, y terrorífica al final, muy próxima al más gélido escalofrío. Pero, ante todo, es una película, dejémoslo meridianamente claro, rara, muy rara, que apenas encuentra parangón internacional (quizás un David Lynch podría asomársenos al pensamiento, pero no debemos olvidar que éste realizó su debut en el largo con “Cabeza borradora” justo al tiempo que nuestro Iván rodaba su rareza…; ¿coincidencia caprichosa del destino, el juntar a dos genios con similares inquietudes artísticas, en un mismo tiempo?), y que resultó incomprendida para el público de la época y fue apenas valorada por ciertos sectores críticos, siendo muy difícil de ver desde entonces (algún pase aislado sin más en algún festival), forjándose por tanto una fuerte estela de película de culto que ha permanecido con el paso de los años. Por fin su edición en DVD, por parte del diario “El País”, permitió su deseado (re)descubrimiento.

Resulta poco menos que un despropósito el contar su argumento, pero se intentará: José Sirgado (Eusebio Poncela) es un director de cine (de cine, por decirlo de alguna manera, también “raro”) que se encuentra en una crisis, se intuye creativa, pero sobre todo personal y sentimental. Continuas broncas y desapegos con su pareja Ana (Cecilia Roth) le traen por el camino de la amargura, a lo cual hay que añadir su enganche a la heroína, así como, por si fuera poco, la inquietud que le supone el recibir paquetes de un antiguo conocido admirador suyo que se hace llamar Pedro (Will More), obsesionado con el medio cinematográfico y su perfección. Todo lo que pudiera contar a partir de aquí carecería de un sentido más o menos decente, puesto que la película deviene en una espiral de rareza, inquietud, terror, fascinación, o, en resumidas cuentas, cuelgue (una palabra que le viene muy al pelo) de mucho cuidado; sin embargo, comentaré las que, a mi modo de ver, son sus líneas más destacables.

La película contó con un muy bajo presupuesto (el mismo director ha reconocido que lo calculó exactamente en función de los rollos de celuloide que utilizaría), y durante el rodaje parece que existió un colegueo muy “sano”, donde todos eran amigos. Esto, unido al personal mundo creador de Iván, dio como resultado una película donde se puede palpar el espíritu a todas luces independiente en el que se forjó; un mundo completamente nuevo y, sobre todo, muy extraño y misterioso, al cual no podemos dejar de mirar, absortos por las tibias imágenes que pasan fugaces ante nuestros atónitos ojos.

Este particular asombro nos lo brindan en bandeja los personajes, haciendo mención especial al interpretado por Will More, Pedro, la muestra perfecta de lo que es un “freak”: un personaje genuinamente raro, extraño, pero igual de fascinante, por cuanto la, en principio, incomprensión de su mundo particular se nos plantea; sin embargo, poco a poco y a medida que avanza la historia, cada vez se nos “acercará” más, brindándonos así la posibilidad de sonsacarnos un cierto “cariño” hacia él. No deja de ser un personaje aislado en sí mismo, incapaz de adaptarse al convencionalismo de la vida tal cual, que se niega a acatar los síes ortodoxos de la existencia para poder evadirse hacia lo que él más ansía en su vida: el cine y el intento más próximo posible de atrapar con su cámara la esencia del mismo. Pero para mí no es un loco, en absoluto; es más bien un apartado (en esta ocasión casi por sí mismo, por decisión propia) que busca “la verdad”, su verdad. No deja de resultar curioso, a este respecto, que cuando se mete coca al cuerpo, salga de su estado infantil para presentársenos como una persona más o menos razonable, capaz de emitir y valorar juicios ajenos… Evidente metáfora planteada por Zulueta, rebelde siempre. Por cierto, que por lo que se ha podido saber, el propio Will More no distaba mucho de su propio personaje en la película, de hecho fue una elección personal de Zulueta, amigo suyo, que siempre lo vio en el papel y no se imaginaba a otro que pudiera interpretarlo mejor…; de nuevo aparece aquí la fina película separadora de ficción y realidad.

Y la valoración de Pedro nos lleva irremisiblemente a la comparación con su admirado José Sirgado (Poncela), puesto que éste también busca “algo” en el cine, intentando hacer películas de manera más o menos personal pero no obteniendo nunca nada; o al menos no se nos da la impresión de que sea feliz con ello, apareciendo apático y decaído desde el principio. Al contrario que Pedro, José es incapaz de evadirse a su mundo particular con lo que hace, aunque ese mundo pudiera derivar en algo aparentemente absurdo y banal, y por ello no tiene otra salida que la autodestrucción que le supone la heroína. Pero es justamente cuando recuerda su encuentro con Pedro (a través de la prima de éste, y amiga suya, interpretada por la siempre entusiasta Marta Fernández Muro), en una casa en el campo a las afueras de Madrid -simbolizándose así una posible vía de escape, o libertad-, cuando comienza su progresiva inquietud y fascinación hacia él y su universo particular, así como hacia su visión y obsesión por el cine, llenándole de alguna forma, dándole que pensar, y preocupándole también sobre lo inexplicable del contenido de las cintas que le envía…

La película roza la ciencia ficción cercana al terror por momentos, como cuando conocemos a Pedro y éste es capaz de “arrebatar” no sólo a José ante una serie de imágenes aceleradas en una pantalla de televisión, sino también a nosotros mismos, al espectador, alucinado ante lo que observa, inquieto y cuestionado sobre ese ambiente enrarecido constantemente respirado en el film; una de tantas muestras sobre la capacidad de seducción de esta película, de puro hipnotismo ante sus imágenes (muchas veces a priori inexplicables, pero siempre verdaderamente fascinantes).

Pero no todo es misterio y cripticismo aquí, también existe el cariño más puro. La contemplación sincera, el disfrute despreocupado y feliz, aparecen claramente reflejados en algunos de esos momentos de arrebato que nos brinda el entrañable Pedro. Momentos como la fascinación de José ante el álbum de cromos de “Las minas del rey Salomón”, o de Ana (C.Roth) ante un sencillo muñeco de Betty Boop (convirtiéndose posteriormente en ella y brindándonos un baile muy especial y sintomático sobre la ilusión y optimismo natural del personaje), o del mismo Pedro cuando corretea entusiasmado y alegre alrededor de su cámara tomavistas del paisaje soleado; instantes que nos remiten a la infancia, a la pureza y al corazón mismo de los personajes. Es el optimismo del que hablaba anteriormente, no todo es negrura.

Aunque al final sí es cierto que todo resulta muy negro, negrísimo. La progresiva consumición de los personajes se hace cada vez mayor, obcecados por el medio fílmico y sus más profundas entrañas, llevándonos a momentos a la par inexplicables y terroríficos. Imágenes que nos cuestionan acerca del propio medio, de su capacidad de vida propia, de la toma de partido del propio cine; un ejercicio de metalenguaje auténtico llevado al extremo, al límite de lo concebible y tolerable para el espectador, que sufre ante lo que ve, cuestionándose si se lo cree o no, pero que, sobre todo, permanece increíblemente perplejo, retenido, absolutamente arrebatado ante la pantalla, cual José Sirgado ante la inefable cámara en los instantes finales. Es entonces cuando cobra pleno sentido la famosa frase pronunciada por él al principio de la película, ataviado con unos prominentes colmillos postizos: “no es a mí a quien le gusta el cine, sino al cine a quien le gusto yo”…

Una exploración, en definitiva, de la imagen y su impacto en el vidente, de su efecto fascinador e inquietante, de su intrínseco sentido ambivalente. Y una exploración nada convencional, absolutamente despeinada de todo, al margen, radical, independiente; libre, al fin. Un cine que permanece fresco con el paso del tiempo, un cine necesariamente distinto para salir de la vulgaridad comercial estandarizada -en menor medida entonces; de manera lamentablemente presente y constante ahora-. Una película de merecido culto. Cine atrevido a crear.

Roberto García-Ochoa Peces

19 diciembre, 2007

Teaser trailer de "Santiago de sangre".


Diseño de vestuario de uno de los personajes del corto

El realizador Francisco Calvelo, autor de los cortometrajes "Con tu cara" (2004), "Crisálida" (2006) y "Go' el" (2007), acaba de estrenar la página web oficial de su último proyecto, un guión de Raúl Valcárcel para Perro Verde Films. Tomando como referencia a directores de la talla de David Lynch, Abel Ferrara y Nicolas Roeg, y sobre todo, a la estética impuesta por el ilustrador Suehiro Maruo, narra como la ciudad de Santiago de Compostela es, oculta a ojos mundanos, una prisión para vampiros, donde la lluvia es agua sagrada que les quema la piel. El protagonista es Gabriel, un vampiro que parece inmune a las adversidades sacras de la ciudad y que comete viles asesinatos y orgías con total impunidad. Calvelo ya había adelantado en este mismo blog la existencia de este proyecto y su trayectoria previa ha sido frecuente en nuestras páginas, ahora se enfrenta a su proyecto más ambicioso y promete desvelar algunas sorpresas poco a poco.

Más información: www.santiagodesangre.com

17 diciembre, 2007

Sicko de Michael Moore: Sistema enfermo




Michael Moore utiliza la imagen como arma y los testimonios de los que se alimenta su último documental como puntas de lanza a favor de una cruzada cuyos epítomes se basan, como casi siempre, en la irracionalidad de un sistema, a todas luces, dependiente de los inversores que lo financian. Equivoca los modos, como casi siempre, resolviendo su exégesis con soluciones harto demagógicas (especialmente hilarantes en el affaire cubano), pero no el tema, una disección crítica y cínica sobre el sistema de salud estadounidense, ni sus texturas (deudoras del documentalismo en primera persona que ya caracterizó su brillante primer trabajo, Roger and me) ni tampoco su vocación, eminentemente inconformista y provocadora.



El cineasta de Flint categoriza el contenido temático de Sicko partiendo de una exposición de intenciones que explicita aquello de lo que no habla el documental, la situación de los no asegurados, con testimonios especialmente dramáticos (como el del tipo que tiene que elegir la reimplantación de uno de sus dos dedos amputados en función de su potencial económico-afectivo) para después indagar en el origen del negocio (Richard Nixon habemus) en el que se ha convertido un sistema de salud cuyos pasivos no son sino aquellos sujetos cuya enfermedad comporta un déficit empresarial, y en lo mal que aguanta la comparación con respecto a algunos países de su entorno como Canadá o Cuba, o aquellos que han hecho de la gratuidad de su sistema de salud su principal seña de identidad, como Francia o Gran Bretaña.



Tal y como ocurría en Bowling for Columbine, el contraste sociológico le sirve a Michael Moore para refrendar la validez de su tesis de partida así como para vertebrar lúcidos episodios en los que los protagonistas de este lado del atlántico se sorprenden, al igual que nosotros, de los modos de proceder de las aseguradoras. En torno a esta idea, Moore va exponiendo situaciones cada vez más provocadoras según va avanzando en su viaje comparativo, hasta llegar a Cuba y Guantánamo buscando los servicios médicos gratuitos del ejército para atender a alguna de las víctimas y/o cooperantes del 11-S que, en un giro de guión sorprendente (¿o no?), encuentran al otro lado de la alambrada, en las habitaciones de un hospital cubano, a un precio módico y convincente, aquello que le deniega su propio país, en un conjunto de secuencias preñadas de una gran emotividad.



Moore no lo tiene fácil en esta cruzada. Su último trabajo no trata de demonizar a Charlton Heston ni a la industria armamentística a la que representa, sino a todo un sistema de valores plenamente arraigado que desprecia cualquier intervencionismo estatal incluso por encima del respeto a las personas. Sorprende, por marcianas, de cara al espectador europeo, alguna de las historias que cuenta: como la de la anciana enferma abandonada en mitad de la calle con la bata de un hospital cuyos gastos (médicos) se niega a sufragar. Y es que es ahí, en la denuncia del trato que las corporaciones (entidades jurídicas) dispensan a las personas (entidades físicas), donde encuentra la cinta de Moore su principal activo y sentido, en último término, su carácter necesario y reivindicable, incluso en sus observaciones más cínicas e insinceras.



Como ocurre en el resto de su filmografía, Sicko ofrece algunos fragmentos cómplices enterrados entre otros más dramáticos cuya intensidad se subraya con la eficacia del montaje y del buen nivel de la producción en general, que vuelve a tener como protagonista, no ya a la oronda figura de Moore, sino a sus afiladas y atinadas observaciones. Pero esta vez el mensaje se nos muestra de un modo más duro de lo habitual (especialmente en el testimonio de una de las médicas de una aseguradora que, en primera persona, admite haber facilitado la muerte de un asegurado para ahorrar gastos a la compañía) y convierte a Sicko, una de las películas más militantes de Moore, en un auténtico puñetazo contra el estómago de una sociedad que confunde libertad con falta de solidaridad y esfuerzo colectivo.



Ahora mismo salgo para el dentista. Prometo hablarle de Sicko. Si me veis con una bata en mitad de la calle solo podrá significar una cosa: que no ha pillado la indirecta.


J.P.Bango

14 diciembre, 2007

CHICHANDO (2 DE 2)



¿QUIÉN PUEDE MATAR A UN NIÑO?

Esta película se contrapone de una manera evidente al establecido prejuicio de terror igual a oscuridad más sustos (y, opcionalmente, música pseudo-satánica y derivados, tal y como suele darse en las películas de género que se hacen en estos tiempos…); aquí ocurre todo lo contrario: el terror viene derivado de la (supuesta) inocencia de los niños y todo acontece en medio de la claridad, luz y sofocante calor del día. Ante todo la originalidad y lo atónito como premisa principal, pocos clichés establecidos (salvo el evidente y principal sobre el que se atreve a jugar a romper el director), y dureza, mucha dureza para un film que rompe moldes e (infranqueables) muros como pocos se atreven a hacer.

Ya el prólogo refleja una buena declaración de intenciones por parte del autor. Acompañado por el tema musical principal de la película (algo así como pequeños y dulces tarareos de niños, concluidos con una, digamos, “extraña” sonrisa final por parte de los mismos…) se nos muestra una dura serie de imágenes de archivo con parte de los más importantes “puntos negros” de la historia reciente: guerras, catástrofes y semejantes desastres por el estilo avasallan al espectador con escalofriantes imágenes, indicándole las tristes cifras de desaparecidos como consecuencia de las respectivas iniquidades y dejando clara la primera conclusión: los grandes perjudicados son y siempre serán los niños, los inocentes y desvalidos niños. Pues bien, es a partir de este momento y durante los cien minutos siguientes cuando el director uruguayo se dedicará a desmontar ese tan establecido valor universal que es la infancia, esa tan feliz y desdichada etapa de la vida representada por esos “adorables” chiquillos que tanta felicidad causan a su alrededor… Y lo hará, cómo no, usando sus mejores armas para tan cruel propósito: el terror, el más puro terror, entendido éste como el mayor miedo que una persona puede sentir hacia algo, más aún si ese algo es (supuestamente) bello e incorrupto…

Y en este caso los desdichados sufridores de la perversa y retorcida mente del genio son una pareja de turistas ingleses -ella en estado, para más inri-, los cuales llegan a una población costera española en pleno verano, con un calor de justicia, contentos y esperanzados de poder pasar una agradable estancia en tan (en principio) idílico lugar. Y todo va sobre ruedas: el pueblo está en fiestas y reina la alegría, los niños juegan a romper la piñata (terrible paralelismo de imágenes con algo que se verá posteriormente) y el alborozo es general, contagiando así a nuestros queridos compañeros de viaje. Lástima tener que experimentar las chirriantes sirenas de las antiguas ambulancias (precisamente ahora se cumplen 30 años del estreno del film) y el espanto general causado por la aparición de diversos magullados cadáveres en el agua…; no todo podía ser tan ensoñador para los amados veraneantes. Ante la estupefacción y el mundanal ruido del lugar, la pareja decidirá entonces moverse a una cercana isla que es donde se desarrollarán los hechos siguientes.

Todo empieza a enrarecerse nada más pisar el nuevo suelo, cuando se comprueba cómo aquí, en este igualmente caluroso lugar (excelente fotografía de Jose Luis Alcaine, que refleja a la perfección lo pegajoso, sofocante e incómodo de la estancia, todo ello de manera natural y limpia, sin ningún tipo de artificio propio de este tipo de producciones), reina una inquietante tranquilidad y sólo se observa vida en todos los niños que reciben alegremente el bote de la pareja, todos salvo uno: éste pesca aislado y despreocupado, y es cuando Tom, el protagonista, se acerca a saludarle, cuando nos percatamos de la tibia mirada del niño, seguro en sí y absolutamente reacio a sus intentos de acercamiento, provocando ya cierta inquietud y miedo en el espectador. Son los primeros síntomas de la maldad. A este ambiente de extrañamiento general contribuye sobremanera la dificultad extra de la comunicación idiomática, que aunque sea poco necesaria en general, es cuando se precisa -la imposible conversación con la holandesa es el ejemplo claro- cuando realmente se refuerza la idea del aislamiento total de los protagonistas: están en medio de la nada más amenazante sin posibilidad además de comunicación clara alguna.

Podría destacar a ése incómodo pequeño actor en particular, pero realmente sería una evidente injusticia, ya que son absolutamente todos los niños que participan en la producción los que dan vida y pavor a la misma; es la masa nunca mejor entendida, un ente extrañamente interrelacionado y conexionado que, lógicamente, no tendría valor ni mérito sin un atento director y equipo detrás de las cámaras. Es realmente complicado manejar a tan amplio grupo de chavales y hacerles creer lo que se quiere contar, pero créanme que aquí se logra eficientemente.

La película y su ambiente se enturbian progresivamente, a los hechos me remito: la sucesión de terribles acontecimientos (a cada cual más cruel, doloroso, increíble y sádico) se torna explícita y produce un verdadero sentimiento de incomprensión, odio y rabia contenida en el espectador, que, abatido, acompaña en sus penurias a los protagonistas y que, finalmente, terminará por empatizar con los abruptos métodos empleados por Tom, rompiendo así definitivamente con la utopía inicial propuesta por el realizador. Una vez más Chicho nos la vuelve a jugar y se sale con la suya.

Podría obtenerse una lectura derivada hacia la ciencia-ficción para intentar explicar determinados comportamientos y situaciones, pero probablemente cometeríamos un error, ya que “¿Quién puede matar a un niño?” debe entenderse como una retorcida e hiperbólica parábola acerca de la dificultad de comprensión externa hacia esta época de la vida, de la complejidad de la educación en la misma, de las (tan habituales) concesiones paternas que provocan la creación de un espíritu rebelde e inconformista hacia la sociedad y lo establecido por parte de los imberbes. No se entienda esto como una inclinación reaccionaria por parte del autor, pues nada más lejos de la realidad: es sencillamente un terrorífico aviso.


Texto: Roberto García-Ochoa Peces


11 diciembre, 2007

CHICHANDO (1 DE 2)



LA RESIDENCIA

Esta película de 1969 es una joya del terror patrio. Y existen no pocos motivos para semejante afirmación; el más evidente de ellos es el hecho de qué persona está detrás de las cámaras: el gran Narciso Ibáñez Serrador, “Chicho”; sinónimo de calidad en la realización de obras de ambiente siniestro e incómodo, temas reflejados a la perfección en esta angustiosa película.

El film está ambientado en una antigua mansión de la Provenza francesa, lugar de bonita naturaleza y espléndido sol, nada más contrapuesto al ideal profundamente oscuro propuesto en la cinta, es lo que tiene Chicho: la búsqueda del contraste como medio ideal para la reflexión (ésto más claramente expuesto en su posterior “¿Quién puede matar a un niño?”), una reflexión vital ambientada en un lugar tan aparentemente idílico como majestuoso; pero nada más lejos de la realidad: una vez adentrados en los recovecos de este viejo caserón ya nada será igual: la luz, en todos los sentidos que se le quieran dar al término, ya no volverá a aparecer…

Así, la historia comienza con la llegada (magnífico el plano con el cual acaban los créditos: el candado del recinto cerrándose, muy indicativo de lo que se verá más tarde…) a esta mansión, que sirve de residencia a chicas con problemas de educación y derivados, de una nueva inquilina: la angelical Teresa. Una chica que parece no haber roto un plato en su vida y que, en cambio, es traída a este lugar para así reformarla. Y es que de “reformas” (nunca mejor puestas las comillas) sabe mucho la señora Fourneau, la institutriz de la residencia. Espléndida interpretación de Lilli Palmer para dar vida a esta conservadora, estricta y dominante mujer; perfectamente trazada por el director desde su primera aparición: dictando un texto acerca de Molière y el reflejo de caracteres en su obra, creando así un paralelismo de personalidades entre la mujer y el escritor: a la vez que se nos define al mismo, se nos define a la institutriz; y es que cuál mejor manera de “esbozar” el carácter de alguien que empezando por mostrarle haciendo un dictado a una concurrencia…

En el arte de la sugestión y el suspense existen pocos como Chicho, y es que en estas primeras secuencias del film, cuando la regidora enseña la mansión a la nueva chica, se nos dan ya pequeños y punzantes momentos de terror (a los cuales ayuda, por supuesto, la excelente música ambiental): una mano que aparece por allí, una puerta que se cierra por allá, un tiesto que se cae por otro lado…todo esto en una atmósfera aparentemente de lo más tranquila y cuando el film aún no ha acabado de arrancar, avisándonos así el director de que el ambiente que seguirá no será precisamente de ese estilo y que, probablemente, el personaje de la chica no lo pasará muy bien en estas sus nuevas estancias. Una excelente declaración de intenciones.

Pronto conoceremos a otros personajes relevantes en la historia, como Irene, la protegida de Fourneau: su prolongación en las residentes, la (atractiva, por qué no) “señorita de hierro”. A destacar, ineludiblemente, la secuencia de la primera cena de Teresa junto a sus compañeras: ese plano en el cual la cámara va aproximándose poco a poco hacia Irene, que come una manzana con inigualable osadía y superioridad, resulta poco menos que avasallador en la descripción de la personalidad de ésta; quedando claro quién es la chica a temer (y a odiar) por parte de la inocente y bondadosa Teresa y el resto de sus compañeras. Además, posteriormente, esa superioridad en este caso psicológica, se manifestará superioridad física mediante otra crispante secuencia en la que Teresa es humillada por Irene de manera aberrante.
Igualmente espléndido pero, me temo, mucho más cruel y sádico, es el momento del azote a una desobediente residente, su “pecado”: no querer copiar el dictado de Fourneau, o, lo que viene a ser lo mismo, rebelarse contra la jefatura y mando de la institutriz, obteniendo como resultado una malsana secuencia lésbico-sadomasoquista de igual magnetismo y repugnancia, remarcada por una excelente fotografía oscurantista, dejándose de esta manera a las claras la idiosincrasia de determinadas personalidades. Además, y para acentuar aún más el poderío y deísmo de la institutriz sobre las residentes y sus comportamientos, se muestra esta misma parte montada en paralelo junto con otras imágenes en las que, a la vez que la rebelde es azotada, las demás residentes rezan el padre nuestro para no ser castigadas por “dios”…

Pero aún queda un personaje clave más: el escondido hijo de la institutriz, Luis. Recluído en una habitación de la parte superior de la mansión por orden y castigo de su madre, se nos muestra a un chico con ganas de vivir e imposibilitado a ello, con ganas de relacionarse con las chicas y vetado a la única relación posible que le queda: la más que proteccionista materna, cuyo yugo pesa en forma de imposición: “ninguna de esas chicas te conviene; algún día encontraremos una mujer para ti, una mujer que te quiera como lo hago yo…”, le dice. De esta manera, se forma un ser que sólo es capaz de vivir “retales” de vida, trozos sueltos e inconexos formados a su manera, incapaz como le ha sido impuesto de formar uno solo y coherente…

La película avanza inexorablemente y los sucesos se desencadenan sin remisión: el terror y el componente sexual desvirtuado (muy presente e importante a lo largo de todo el film) se hacen cada vez más evidentes e imponentes. A este respecto existe otra magistral secuencia en la que las chicas van a ducharse. Lo tienen que hacer vestidas y con un fino y transparente atuendo, a la vez que la recta institutriz se pasea mirando y controlando la situación, dictando los tiempos y los errores. Se crea así un ambiente de excitación, morbo y, sobre todo, sexualidad reprimida cumbre en la película.
Servidor es una de las escenas más abiertamente lésbicas y de auto-censura y represión sexual que haya visto. Todo esto con la presencia del coartado Luis haciendo de “voyeur” invisible y atrapado, como cual cucaracha que observa y pasa desapercibida.

Uno de tantos otros aspectos remarcables de la película es la gran fotografía de Manuel Berenguer, que consigue reflejar fielmente esa atmósfera opresiva y hostil general en el film mediante el uso de tonos oscuros y apagados, dejando los claros básicamente para exteriores y secuencias interiores concretas como, por ejemplo, la mencionada de las duchas, primando en esta ocasión los cálidos, que se adaptan adecuadamente con el momento. No se puede ni se debe obviar tampoco, por supuesto, la extraordinaria banda sonora de Waldo de los Ríos, que en ocasiones crea sensaciones realmente angustiosas y cargantes, acordes al sentido de la cinta.

No podré terminar este comentario sin dejar de remarcar las extraordinarias secuencias de asesinato presentes en la película. Me es ineludible puesto que ahí es donde, verdaderamente y por encima de cualquier otra cosa, queda expuesta la absoluta maestría de Chicho en el arte de crear terror y angustia. Ambas son consecuencia de un cuchillo. En la primera de ellas la víctima anda pululando desprevenida cuando, de repente, aparece por detrás y por un momento la sombra del asesino; instantes después el fatal cuchillo se clava infaliblemente en la víctima en varias ocasiones, mostrando apenas sangre y sí la expresión desencajada del apuñalado, reflejada en el cuchillo; todo esto con una ralentización de la imagen. La secuencia va acompañada del motivo musical principal del film, una suerte de canción a la par melancólica y triste, por lo que adaptada a este momento nos traslada la pesadumbre de la víctima y su sentimiento de final, con la peculiaridad de que en última instancia, cuando se asesta la puñalada definitiva, el tema se desvirtúa y suena por un momento como rayado, dando así por finalizada la secuencia y también una vida. Algo magistral y fuera de lo normal.
En la segunda, un personaje intenta escapar de la mansión cuando, justamente en el momento que la música va “in crescendo” tensionándonos aún más, aparece la mano que abre la puerta a través de la cual entra el asesino; entonces la cámara vuelve a enfocarnos a la temerosa y desesperada víctima para que, un segundo después, vuelva a aparecer la mano que anteriormente había abierto la puerta, esta vez sujetando el cuchillo que siega el cuello del desorientado, quedando congelada en ese momento la imagen y sonido durante un par de segundos. La sensación de desasosiego, pesimismo y entristecimiento en el espectador queda marcada a fuego. Sencillamente antológico.

En fin, se podrían comentar muchas cosas más (como por ejemplo su grandioso, sorpresivo, degradante pero consejero final), sin embargo seguirían siendo insuficientes para hacer mérito a esta obra maestra del cine de terror nacional. Quizá se podría mencionar como aspecto negativo ciertos abusos en la caracterización de algunos personajes, pero aún así no es algo que pueda restar importancia a la calidad del filme. Y es que Chicho es mucho Chicho.

07 diciembre, 2007

VIGALONDO (2007) CRONOCRÍMENES DE LOS NACHO




Cerezo 1: ¿Y este imagen? Si está obsoleta, ¿no?
Cerezo 2: Con el link que pondremos al final, tendrá sentido.
Cerezo 3: ¿Ein?
Cerezo 2: Bueno, qué, ¿nos ha gustado o no?
Cerezo 3: Sin spóiler que, mirad a la derecha, aquí hay peña escuchando.
Cerezo 1: Pues yo estoy algo desconcertado, ¿eh?
Cerezo 3: ¿Por?
Cerezo 1: Joder machos, porque la economía de medios a veces le hace pupa, ¿eh? La fotografía en el plano de...
Cerezo 2: No jodas tío, por ese lado no, que es Nacho, coñooooooooooo. Además, lleva el rollo serie Zetosa, feísta y todo eso que...
Cerezo 3: Mala defensa es ésa...
Cerezo 2: Bueno, pero el SONIDO es acojonante.
Cerezo 1: Eso sí, ¿ves? Los fueras de campo que se apoyan en el sonido dejarían en pelota a su adorado Mctiernan, a cocina vista.
Cerezo 2: Y la música del Mira, a mí me ha molao, ¿eh?
Cerezo 3: Tiene momentos que son bastante de "levantar la ceja" y un "do malvado", ¿eh?
Cerezo 1: Pfffffff, bueno, pero se apoya en el rollo Zetoso y feísta ése, pega. Además, tiene texturas y efectos que son realmente desasosegantes. El mejor trabajo de Mira hasta la fecha es la banda sonora de Los Cronocrímenes, y se acabó.
Cerezo 2: Sí.
Cerezo 3: Sí.
Cerezo 2: Oye, y qué tetas la Goenaga, ¿eh?
Cerezo 1: Para mí, ese momento entronca directamente con la antología que os apetezca.
Cerezo 3: Un gran logro, qué duda cabe. Y espléndida Bárbara ahí, muy sobria.
Cerezo 1: Y no sólo ahí, eh, la tía está muy contenida en toda la película. A mi es la que más me ha gustado.
Cerezo 2: Sí, porque el Karra, pufffffffffffff
Cerezo 3: Pero está doblada casi toda la película, ¿no?
Cerezo 1: No sé, pero en general me ha sonado todo como demasiado falsete, muy a, b y c en todas las citaciones del texto.
Cerezo 3: No te pongas soplapollas. A mí Karra, con toda su mímica de acción, me ha cumplido.
Cerezo 2: Y Nacho, creo que es su mejor papel, ¿eh?
Cerezo 1: En cualquier caso, se ha puesto bien a cubierto. Realmente Nacho es él mismo, dirige la operación y dirige la película. Metalenguaje puro.
Cerezo 2: Sí, cumple, cumple.
Cerezo 3: Oye, la que hace de mujer de Karra no me ha gustado nada, ¿eh?
Cerezo 2: Ni a mí.
Cerezo 1: Es insalvable, qué duda cabe.
Cerezo 2: En los aspectos que NO tienen que ver con Nacho, yo me quedo con el sonido, sin duda.
Cerezo 1: Ya, pero...
Cerezo 3: Porque el guión es una jodida reflexión acojonante, os habrá encantado, ¿no?
Cerezo 2: Me pasa igual.
Cerezo 1: Sí, lo noto.
Cerezo 3: Es que no se me ocurre otra manera mejor de debutar quedándote a gusto: ¿qué homenaje al cine es mejor que una peli de viajes temporales? El cinematógrafo siempre será para todos una maldita máquina del tiempo. Para los que lo ven, para los que lo hacen.
Cerezo 1: Sí, bueno, pero además al Vigalondo es un tema que le encanta.
Cerezo 2: Y no sólo él hace papel de su alter ego, sino que encima Karra hace de espectador, director y guionista de la historia, en cada tramo.
Cerezo 3: Hostias, y ese plano que se sientan "a ver qué pasa".
Cerezo 1: Por no hablar del maldito plano final, que creo que es ése. ¿Cómo lo ha hecho el mamón?¿Cómo "han volado" así?
Cerezo 2: No sé, pero también tiene grandísimos momentos, como La momia rosa autodescubriéndose en el espejo retrovisor del coche.
Cerezo 3: Ostia puta, sí, y realmente eso explica toda la película. Los soplapollas que dicen que hay un fallo en el bucle porque no saben cuándo empieza deberían estudiarse ese momento...¡VIVA LA FICCIÓN Y LOS NO PORQUÉSES!
Cerezo 2: ¿Qué fallo?
Cerezo 1: El mismo que te hará creer que un hombre puede volar, no te jode. Fallo, fallo...
Cerezo 3: El guión es como un post muy inspirado en su blog, ¿eh?
Cerezo 2: Sí, es que la peli es muy Nacho Vigalondo.
Cerezo 1: Sí, y Darkman.
Cerezo 3: JAAJAJAJJAJAJAJAJAJAJ
Cerezo 2: AJAJAJAJAJAJAJAJJAJAJ
Cerezo 1: ¿Qué?
Cerezo 2: El "busco referencias, luego existo" no lo emplees con nosotros, amigo. Que nos (te) conocemos.
Cerezo 1: Joder, pero las vendas y...
Cerezo 2: JAJAJAJA, las vendas dice. Cállate la puta boca.
Cerezo 3. La película es personal de cojones, digo. Y Nacho hace lo mismo que Sánchez Arévalo con su AzulOscurocasinegro, dejar atrás la cinefilia para firmar la película con pluma y espada. Es que la cinefagia mata, todos los cortometrajistas están debutando del mismo palo: "mi película será una referencia a tal, o cuál". Y claro, de eso no se entera ni Dios, y les salen mojones.
Cerezo 1: Y qué tetas la Goenaga, ¿eh?
Cerezo 2: Si, buen trabajo.
Cerezo 3: Secundo.
Cerezo 2: Oye, entonces...¿nos gusta?
Cerezo 1: Nos gusta, sobre todo de texto. Es una película muy remitida a su texto, muy confiada. No quiere estorbar con otros elementos.
Cerezo 3: Coño, sí nos gusta, sí.
Cerezo 2: Es que la debería adorar todo cortometrajista. Es un ejemplo claro de cómo debutar sin dejarte de lado a ti mismo ni a la cinefagia. Y que ésta última encima no moleste a tu película.
Cerezo 1: Eso es.
Cerezo 2: Oye, ¿y por qué no se vende en España entonces?
Cerezo 1: Bueno, ya sabes. Hazlo.
Cerezo 3: ¿Ya?
Cerezo 1: Ya, hazlo.
Cerezo 3: PUES LINKEMOS

03 diciembre, 2007

CHARLOT Y CHAPLIN:EL NIÑO-HOMBRE Y EL HOMBRE-NIÑO




Antes de que la mafia se hiciera con el control de la producción industrial de mitos, existió un tiempo en que estos aparecían por pura necesidad de los sistemas sociales, casi como surgen las revoluciones. El primer mito propiamente cinematográfico en aparecer fue (como siempre son los mitos, quieran o no hacerlo evidente) no una persona, sino un personaje: Charlot. A su aparición era el primer hombre real que proyectaban los cinematógrafos, empeñados hasta entonces en la absurda creencia de que el cine sólo podía ser arte si convertía las grandes obras literarias en melodramas con malos y buenos de cartón piedra. La poética del cine surge del referente literario, pero también de la comedia muda, del trastazo, del circo, del espectáculo infantil. ¿Quién no desea ser un niño, reírse como un niño, disfrazarse, golpear, jugar impunemente, como un niño? Charlot lo consiguió en sus películas, y desde su carácter de creador, Chaplin también. Pero algo debe quedar meridianamente claro: Charlot no es Chaplin. Salta a la vista, con sólo revisar la biografía del genio, que él era un hombre que quería ser niño. Y quizá como medida terapéutica autoimpuesta, creó a Charlot, un niño que quería ser hombre.

Un rápido repaso a la filmografía del personaje y a la biografía de su creador explicará esta oposición de caracteres con más elocuencia: una filmografía y una biografía en franca coherencia con el tiempo en que transcurren, debido a lo cual resulta inevitable la división en tres etapas especialmente emblemáticas del siglo XX: los años veinte y los posteriores a la crisis del 29: la década de los 30 y de los 40.

Charlot nace al largometraje quizá con la vuelta de tuerca más compleja a su personaje: “El chico” (The Kid, 1921). También acaban de nacer los años veinte, y con ellos la especulación optimista y el insolidario desenfreno festivo de Grandes Gatsbys. Pero Chaplin es un burgués que odia a los burgueses, porque comprende que no hay nadie mejor a quien odiar que a uno mismo. Quizá se siente un traidor. De ahí su filiación a los marginados, de ahí su apego a los niños huérfanos, los seres más indefensos de la naturaleza. Tras experimentar el amargo trago de la muerte de su hijo al poco de nacer, Chaplin descubrió al niño Jackie Coogan, y encontró en él a una especie de alter-ego en quien depositar su afecto paternal frustrado. Así nace su primer largometraje: como una disección implacable de su momento vital, es el retrato de un niño que cuida a otro niño. Porque la convivencia de Charlot con el huérfano al que encuentra por accidente sólo tiene un patrón de conducta: el padre adoptivo permite al niño hacer todo lo que un niño permitiría a otro. Esta relación de franca igualdad se opone frontalmente a la opinión que Chaplin y Charlot tienen de la ley: sus agentes, más que personas, son ruedas pertenecientes a un engranaje que no responde a razones. Cuando el vagabundo encuentra al niño y el policía lo culpa del abandono, no intenta siquiera explicarle el malentendido: sabe que sus decisiones, aún basadas en el error, son inapelables. Más adelante descubriremos otras ruedas del engranaje del sistema, igualmente definitivas en la historia: los dickensianos agentes del orfanato, que intentan arrebatarle a su hijo por el capricho de la adinerada y ridícula madre biológica que lo abandonó en un paroxismo de melodrama (de nuevo la parodia literaria, la configuración en imagen cómica de aquello que en palabras resulta augusto). La paradoja y la crítica son aquí patentes: el mismo sistema que le ha obligado a adoptar a un niño pretende arrebatárselo cuando la relación entre ambos se haya consolidada. La mezcla insólita de drama (literatura) y comedia (circo, vodevil, cine) en tan ajustada proporción se da aquí por primera vez en la historia del cine, pero este cóctel genérico no es casual, porque en esta película el mundo infantil se opone y trenza al adulto como la comedia al drama. No hay más que recordar la secuencia que establece paralelismos entre la pelea de los niños y la de los adultos. Charlot descubrirá el mundo exterior al microcosmos de su vecindad debido a la irrupción del mundo adulto, y una vez derrotado en su deseo más íntimo sólo le quedará disfrazar la realidad de cielo cursi plagado de ángeles.

Este temor al mundo adulto es también el principio del comportamiento de Charlot en “La quimera del oro” (The Gold Rush, 1925). Tras ser emboscado en una trampa perpetrada por la joven actriz de la película (Lita Grey) y su madre, el director hubo de casarse con ella y sustituirla en la ficción por otra. De nuevo Chaplin, el hombre, quiere volver a ser aquel niño huérfano que en su día quiso ser adulto para poder controlar su propia vida, y aún adaptando del original literario de Jack London con distintivos propios de comedia, le sale una película sobre el desengaño en la que Charlot, el niño, busca la madurez a través del oro prometido de Alaska para terminar encontrándose en un mundo de clima inhóspito, hombres gigantescos y mujeres insensibles, donde el canibalismo es una opción, el asesinato una costumbre y se da la bienvenida al año nuevo con disparos de revólver. En semejante infierno, el hombrecillo indefenso es un inadaptado: la mujer a quien ama juega con él sin remordimientos y se mofa de su inocencia con otras mujerzuelas, y a nadie le importa la poética pureza de la nieve, sino el implacable valor económico del oro que esconde. Por eso la película se cierra con optimismo, en un final en que el oro y el amor conviven sin incongruencias: Chaplin sabe que, de no ocurrir en la ficción, no ocurrirá de otro modo. No son la época ni el lugar adecuado.

En su siguiente largometraje, “El circo” (1928), Charlot se aleja de la literatura, y es significativo que destile su estilo cada vez más fílmico a través de la representación de un espectáculo como el circense. De nuevo en la confrontación de Charlot contra el mundo vuelve a oponerse la infancia a la madurez, en un duelo metahumorístico no exento de cierta hipocresía: humor espontáneo (niñez, comicidad, circo) contra humor meditado (madurez, seriedad, literaturización). En la cinta, la cualidad cómica de Charlot es descubierta accidentalmente por el severo dueño de un circo en cuya pista el hombrecillo irrumpe acosado (una vez más) por la persecución policial. Convencido de su futuro en el espectáculo, el dueño decidirá someterlo a una prueba de ingreso en su negocio. Pero este examen, articulado en torno a diversos gags tópicos e iniciado con un absurdamente imperativo “¡haz gracia!”, no dará los resultados esperados en un Charlot cuyo humor radica única y puramente en su inocencia. Precisamente lo que ocurre en las bambalinas de la prueba (la confusión de sillas entre Charlot y el irascible dueño del circo) será más humorístico que la prueba misma. Sin duda esta sensación de objetivismo humorístico, como apuntábamos antes, no salva la hipocresía inmanente a toda ironía metaficcional, pero mantiene intacta la brillantez con que aquí se nos habla de la decepción del espectador natural del circo (el niño) al presenciar la paradoja que supone el humor como negocio: el dueño malvado, la bailarina hambrienta, los payasos tristes. La presión neurótica del que tiene que ser gracioso. El adulto, en su ambición desmedida por controlar, somete incluso la sonrisa de un niño a su particular tiranía del dinero. Y Charlot es engañado como un niño desvalido, utilizado, domado por el domador de leones, como lo fue Chaplin por Lita Grey y su augusta madre: el dueño lo contrata como utillero sabiendo que, por menos dinero, su torpeza natural derivará inevitablemente en el espectáculo que todos desean ver. Pero aún le queda otro sapo que tragar: la bailarina de la que se encuentra enamorado ama a su vez al nuevo equilibrista (con esa voluntad endogámica de los siempre itinerantes). Por eso Charlot ríe cuando el funambulista está a punto de caer desde lo alto. Ríe la inminencia de la desgracia como un niño cruel insatisfecho en su deseo, y se duele de que esta no suceda... y lo mejor de todo es que consigue que nosotros riamos con él, que odiemos con él, como en Monsieur Verdoux conseguirá que matemos con él.

“Luces de ciudad” (City Lights, 1931) será su última película en la primera de las dos etapas en que hemos dividido nuestra clasificación, y que culminan con la muerte definitiva de Charlot (que no de Chaplin, insistimos). Ha ocurrido ya la crisis del 29, y los Estados Unidos se hayan sumidos en las consecuencias de sus propios excesos. En esta dependencia del exceso, el millonario suicida del film constituye el motor de la acción por cuanto de su situación etílica depende la aceptación o el desprecio hacia Charlot: ebrio, le regala un coche, le colma de atenciones y se constituye en deudor de su vida; sobrio lo hace ahuyentar de su casa como una enfermedad. Suele decirse que los niños y los borrachos poseen la verdad, y la sobriedad del caballero sólo puede interpretarse como la sublimación económico-esquizoide del carácter contradictorio de los adultos.

Pero no cesa aquí esta dualidad. También el propio Charlot, en su relación con la chica ciega que lo confunde con un caballero acaudalado, ha de dejar a un lado el niño y comportarse como un adulto, intentando disfrazar la realidad a una inocente empleando la fabulación y el trabajo, “literaturizando” su vida en la asunción de cuentacuentos, como décadas más tarde, aprendida la lección, haría Benigni en su “La vida es bella”. No deja de ser un presupuesto pesimista el identificar ceguera con inocencia, y sin duda dice mucho de lo que a partir de ahora serán los valores a explotar en la filmografía de Chaplin. La contradicción de esta doble vida de niño-adulto dará con los huesos de Charlot en la cárcel cuando, al intentar impedir el robo en casa del millonario, este recupere la consciencia y lo acuse, obligándole a escapar (una vez más de una policía que no atiende a razones) con el dinero y ofrecerlo a su amada invidente para que recupere la vista y contemple por fin las luces de la ciudad, aunque sea sin él.

Existe ya cierta amargura en el final de “Luces de ciudad”, porque en una época como esta ya no hay cabida para finales felices, para el engaño. De ahora en adelante, los films de Charlot no serán los de siempre, sino los de un Charlot que agoniza entre crisis económicas, bélicas y cinematográficas (la irrupción del sonoro). Porque si bien Chaplin nunca se había mostrado indolente ante la insalvable paradoja clasista en la llamada “sociedad de las oportunidades”, a partir de ahora su cine será progresivamente más oscuro, ácido y duro que nunca: el niño se muere. Y la pesadilla kafkiana del siglo XX comenzará con “Tiempos modernos” (Modern Times, 1936).

Woody Allen nace de “Tiempos modernos” en “Bananas”, aplastado por una maquinaria avasalladora de musculación inapropiada para su débil cuerpo, y se desarrolla en su posterior filmografía convirtiendo este mecanicismo inflexible en presión social, y su cansancio en neurosis. Resulta significativo que el mejor cineasta humorista de los últimos 35 años sea precisamente un niño que no ha sabido crecer. Porque eso, y no otra cosa, es Charlot en “Tiempos modernos”.

La película comienza con una crítica decidida al modelo taylorista de producción, desde una perspectiva cercana a (aprendida de) obras literarias previas sobre futuros distópicos, como el “1984” de Orwell o “Un mundo feliz” de Huxley: Charlot es un obrero anónimo en un sistema sin margen a la improvisación, que con sus dos manos ha de apretar sendas tuercas por plancha metálica que desfila ante sus ojos (rentabilidad inhumana de la morfología humana). El asfixiante carácter serial, lineal de su trabajo, anula todo pensamiento ajeno al sistema, de modo que un molesto abejorro puede provocar un paro decisivo en la producción. Incluso la “hora del bocata”, el único posible resquicio de libertad, está prevista por este mecanicismo destructivo en una máquina que, sin embargo, no prevé la humanidad del comensal. El carácter espantosamente alienante de su trabajo, obliga psicológicamente a Charlot a estallar en una crisis nerviosa que arrasa con todo y con todos, que destruye máquinas, que aprieta tuercas que no existen, que embadurna de aceite a los impecables directivos de la empresa. El hombre industrial, un ser tan útil para todos que resulta inútil para sí mismo, encuentra su catarsis en el comportamiento infantil, en lo imprevisto, en lo no programado.

Al ser expulsado de la fábrica, descubrimos con Charlot un mundo aún peor de lo que ya imaginábamos: la oposición ideológica lo domina todo. Ser adulto salva y condena al mismo tiempo. Incluso la chica (Paulette Godard), una huérfana adicta a los plátanos, ostenta un aspecto más resabiado y sexual de lo que venía siendo habitual en las actrices de Chaplin. Será en ella en quien encuentre la estabilidad emocional que busca, y formarán una pareja que se desmarca esencialmente de los crudos acontecimientos de su entorno. Juntos aprovecharán cualquier oportunidad para disfrutar de lo poco que queda de inocente en el mundo en que viven (como la juguetería de los grandes almacenes en que Charlot entra a trabajar como vigilante), y en una choza medio derruida harán planes de futuro como jugando “a las casitas” entre máquinas y revoluciones.

El ambiguo final de “Tiempos modernos” no hace sino ratificar la complejidad que ya se apuntaba en “Luces de ciudad”. La película concluye con el vagabundo y la huérfana encaminándose al horizonte, felices... pero perseguidos. Charlot va ahora acompañado, pero con alguien que arrastra tras de sí las iras del propio sistema. Ya no podrá nunca más dar una patada al destino, como hacía en sus anteriores películas. Ha madurado a un precio muy alto. Es la hora de morir.

Puede considerarse “El gran dictador” (The Great Dictator, 1940) como un cierre estrictamente consecuente al personaje de Charlot: en primer lugar, porque Chaplin supo ver que el vagabundo no debía envejecer (no hay nada más incoherente que un mito viejo); en segundo lugar, porque sabía que cuando Charlot hablara, dejaría de ser Charlot. Y así fue. Tanto, que al término de la película el vagabundo adopta otra personalidad, la del poderoso Hynkel, para proferir un mensaje de paz en el mismo tono agresivo que utilizaba el beligerante tirano.

La película parte del cimiento común a las últimas películas de Charlot: vagabundo inocente (aquí debido a su amnesia) enfrentado a un mundo en un aterrador proceso de cambio (el ascenso de los fascismos). Pero pronto comprobamos que aquí no hay adultos y niños, no hay responsables e irresponsables: en sus servicios a la patria en la Primera Guerra Mundial, Charlot, fiel a sí mismo, se rebela como un redomado torpe, y uno de sus superiores le espeta un severo “¡Esto no es un juego!”. Pero sólo bastarán unos minutos de metraje para conocer los bastidores de las guerras, las decisiones de los grandes gobernantes, y dudar de la veracidad de esta afirmación: en realidad todo el mundo juega, solo que a juegos distintos. Hynkel juega con su esfera planetaria a ser soberano del mundo, a investirse César con una túnica, y contra Napoloni a disputarse territorios como niños enrabietados. Mientras tanto, el “doble” vagabundo que regresa del hospital al mundo real, sufrirá el escandaloso oprobio de la discriminación (el hecho de que los dos sean exactamente iguales es una de las más contundentes ironías de la película). Los agentes nazis, “niños matones” del patio de recreo (los policías más aterradores del cine de Chaplin por cuanto tienen de amoral) dejan poco margen para jugar a aquellos a quienes detestan. Pero lo verdaderamente terrorífico aquí es que, quien dictamina qué niños deben ser detestados, es el propio director del colegio. Se trata del relativismo en estado puro, que también afectaría a Chaplin al estreno de la película: los Estados Unidos, siempre tan seguros en sus creencias, cedieron sin embargo a las presiones nazis que decretaban no estrenar la cinta en Europa, dado que de hacerlo cerrarían el paso a cualquier película estadounidense, con el consiguiente desastre para la industria de Hollywood. Harto de la deshonestidad política, sin un asidero ideológico al que recurrir, Chaplin decidió matar a Charlot. Acaso no quería que su hijo siguiera creciendo en un mundo como aquel, quizá prefería seguir siendo un hombre en busca de su infancia perdida. Y lo mató del único modo en que podía hacerlo en aquellas circunstancias: convirtiéndolo y convirtiéndose en un asesino.

Tras la utopía de “El gran dictador”, “Monsieur Verdoux” se nos presenta como el canto definitivo al cinismo. Si los Estados han perdido sus principios, ¿por qué no puede perderlos el individuo? Si alguien que mata a cientos de personas en una guerra es condecorado, ¿por qué un asesino en serie es ejecutado? De esta brillante premisa parte la película que constituyó el funeral con velas (pero sin plañideras) de Charlot, sobre un metódico francés que, expulsado de su trabajo, decide montar por su cuenta un particular negocio de engatusamiento y asesinato de viudas acaudaladas. Lejanamente inspirada en los crímenes de Landrú, la película, como antes apuntábamos, nos invita a matar con el protagonista. A fin de cuentas (nunca mejor dicho) el dinero que consiga de sus gestiones será destinado al mantenimiento de su mujer paralítica y su angelical hijo, únicos soportes morales en la por lo demás amarga vida de Verdoux. He aquí al Chaplin protector de la infancia y del desvalimiento, el Chaplin que cuida de aquello que desearía ser, el Chaplin que, desencantado del giro de la historia (o tomando conciencia de lo que siempre ha sido) desea abiertamente, honestamente, hacer de la moral un servicio, y del medio un mero instrumento para obtener sus propios fines.

No hay maldad en el personaje de Verdoux: al final de la película se ejecuta a un inocente, y con él los pocos vestigios que ya podían quedar de Charlot: el último alejamiento del personaje en el horizonte se da en dirección al patíbulo, como fiel testimonio de la muerte definitiva del niño. Verdoux desea únicamente la muerte de las viudas por lo que le reportará económicamente, el odio no tiene cabida en sus actos. De hecho, una vez muertos su mujer y su hijo, y con ellos su propia inocencia, se entregará voluntariamente a la policía, porque ya no le queda nada. Tampoco a Chaplin le queda nada por hacer en los EE.UU., un país sumido en el disparate del macarthismo que, tras la proyección de esta película, lo expulsa por considerarlo “militante comunista”. Nadie entiende nada: una vez más, los ignorantes expulsan al genio.

Porque Chaplin fue y será ya por siempre el primer genio del cine. Alguien que supo ver que para ser original había que volver al origen, que para hacer cine había que volver a lo literario y reinterpretarlo, ser niño otra vez y para siempre. Aunque el niño sea, hoy por hoy, sólo una silueta vagabunda alejándose en el horizonte.

PRÓXIMAMENTE: Ahora sí, el Viernes 7 de Diciembre: Los cronocrímenes de Nacho Vigalondo, según Raúl Cerezo.